El Gobierno de El Salvador tiene una Dirección de Reconstrucción del Tejido Social. Se supone que el tejido social está roto y hay que reconstruirlo. En otras palabras, se presupone que en el país la cohesión social es escasa y que se debe trabajar desde el Estado para aumentarla. Más allá de lo bien o lo mal que lo esté haciendo la mencionada Dirección, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) contempla también en sus estudios y análisis que la falta de cohesión social en nuestros países latinoamericanos es uno de los factores que dificultan el crecimiento económico y lo vuelven más lento. Y entre las causas de esa carencia pone la desigualdad económica y social. Porque, en efecto, cuando la desigualdad es fuerte, crea en muchas personas resentimientos, sospechas de enriquecimientos ilícitos, desconfianzas y sentimientos de marginación y de incapacidad de superar las barreras sociales impuestas desde los privilegios de los sectores con poder económico o social. Con pobres trasladándose hacinados en los buses urbanos y ricos moviéndose en vehículos de 50 mil dólares para arriba, la amistad social, que es base fundamental de cohesión, difícilmente podrá darse. Como tampoco se puede dar el encuentro.
Al igual que otros países latinoamericanos, nuestra desigualdad se refleja de un modo grave en los ingresos, en la educación, en el acceso a los servicios de salud, en la vivienda, en las pensiones, en la alimentación, en la capacidad de incidir en la política o de defenderse en los tribunales. Y siendo mayoría los que sufren la desigualdad, es imposible la cohesión social necesaria para el desarrollo y la productividad. El discurso, generalmente bien aprendido por los políticos, puede hablar maravillas sobre la cohesión. Distintas actividades gubernamentales pueden mostrarse, edulcoradas con la adecuada propaganda, como pasos importantes hacia la cohesión social. Pero mientras la desigualdad separe y humille, las personas tenderán a salir adelante como puedan y el discurso no convencerá. Ante la desigualdad, la solidaridad tiende a desaparecer o a limitarse. Se comienzan entonces a repetir las frases consabidas de que primero hay que ver por uno y luego por los demás. El individualismo, ya de por sí fomentado culturalmente, toma en medio de las necesidades generadas por la desigualdad un cariz egoísta y poco colaborativo.
La desigualdad provocó en El Salvador una guerra civil. Y a pesar de que a lo largo de este siglo XXI hubo algunas pequeñas reducciones de las diferencias económicas, fundamentalmente después de los Acuerdos de Paz, la desigualdad ha vuelto a crecer y ha continuado en niveles graves sin que se hayan encontrado caminos para una superación seria y continuada de la misma. Nos conformamos con triunfos individuales, como si eso solucionara los problemas. Sabemos que la desigualdad no provocará una nueva guerra porque la gente quedó harta de la crueldad. Y tampoco existe un campesinado masivo, como en aquellos años, que sufría una opresión feroz y que tenía una profunda cultura comunitaria. Hoy, con el capitalismo consumista voraz que domina nuestro país, lo que ha quedado es la falsa cultura del “sálvese quien pueda”. Frente a ello, solo la conciencia de nuestro estancamiento a causa de la desigualdad podrá sacarnos adelante. Conciencia e inversión en la gente.
Para los millonarios como el señor Kriete, es muy fácil decir que todo está bien en El Salvador. Pero para los ancianos sin pensión (el 75% de los que tienen más de 60 años) o para los comerciantes informales, la cuestión es más difícil. El subempleo continúa siendo una lacra y el sistema educativo no prepara para los desafíos del futuro inmediato. La prevención del desastre, aunque haya mejorado, y no solo en este Gobierno, no está lista para proteger a los pobres de las desgracias cada vez más cercanas de un futuro de cambio climático que los poderosos no parecen temer. Invertir más y con seriedad en las mayorías pobres o vulnerables es el único camino.