Las últimas actuaciones del Gobierno confirman el endurecimiento del autoritarismo. Esta percepción se da dentro del país, pero sobre todo fuera de él, donde la imagen de un Gobierno exitoso en materia de seguridad va abriendo paso a la de otro régimen autoritario más. La concentración de todo el poder institucional presagiaba el advenimiento de esta etapa, pero también hay otros factores que la hacen posible. La llegada de Trump a la Casa Blanca, con un estilo muy cercano al del mandatario salvadoreño, ha sido la luz verde para que el régimen salvadoreño se envalentone y haga lo que quiera sin temor a ninguna reacción. Eso también era de esperarse. Pero, además, hace posible la profundización del autoritarismo la ausencia de alternativas políticas creíbles, hecho que abona a que la resignación se apodere de muchas personas.
En este contexto, el mayor reto político que enfrenta El Salvador es la falta de unidad de los que no quieren la consolidación de un modelo que no ha sido decidido democráticamente por la población, sino impuesto por quienes llegaron al poder a través del voto y que ya en el Estado han desmontado la institucionalidad que hizo posible su ascenso. Dos ejemplos hablan de esa falta de unidad. Por un lado, nada ha tenido tanto consenso en los últimos tiempos en el país como la oposición a la minería metálica. Solo el bitcoin generó, probablemente, tanto rechazo, pero, a diferencia de este, la minería tiene el potencial de movilizar a la población. La presentación de firmas para oponerse a la nueva ley, sin duda, es algo positivo. Sin embargo, la incapacidad de los sectores de la sociedad civil para ponerse de acuerdo y hacer una sola campaña de recolección de firmas es llamativa. Al menos cuatro iniciativas se han implementado, pero de manera desarticulada. Unos sectores piden la derogatoria de la nueva ley y otros su inconstitucionalidad. Ambas vías apuntan al mismo resultado: la prohibición de la minería. Muy probablemente la reacción del poder hubiese sido la misma, pero una campaña unificada quizá habría tenido mayor arrastre y más eco nacional e internacional.
Por otro lado, el 1 de mayo se convocó a dos marchas “unitarias”. Aunque salieron de diferentes lugares, ambas siguieron el mismo trayecto, demostrando así su incapacidad de ponerse de acuerdo. A pesar de la costumbre del régimen de ubicar retenes en las entradas de la capital para restarle mordiente a la protesta, las dos manifestaciones reunieron a un buen número de personas. Si se hubiesen coordinado, el resultado habría sido otro. Sin pretenderlo, le hacen el juego al conocidísimo lema de los poderosos: “Divide y vencerás”.
¿Por qué los sectores que se oponen a la autocratización del país no se unen o, por lo menos, se coordinan? Ni la izquierda, ni la derecha política, a pesar de su actual irrelevancia, dan muestras de haber entendido la lección histórica. En general, la división interna en la izquierda es una constante, tanto que algunos especialistas aseguran que su historia es la historia de su división. Aunque hay varios argumentos, el más recurrente para explicar sus divisiones es que a la izquierda la mueven ideales y eso dificulta actuar con pragmatismo. A veces, la fidelidad a la ideología conduce al dogmatismo, que siempre es intransigente con quien piensa diferente. Tampoco ayuda a la credibilidad, sobre todo de sus dirigentes, que por un lado condenen la deriva autoritaria en El Salvador mientras defienden a regímenes autoritarios como los de Nicaragua y Venezuela con argumentos que no resisten la crítica.
Mientras a la izquierda la une su ideología, a la derecha la une sus intereses, generalmente económicos. En Nicaragua, la gran empresa pactó con los Ortega-Murillo porque, en un inicio, sus intereses no fueron tocados. En El Salvador, los signos apuntan en la misma dirección. Si sus intereses son preservados o, mejor, favorecidos, al gran capital no parece importarle si el régimen es de izquierda o derecha, democrático o autoritario, si viola o no los derechos humanos. La derecha política, otrora defensora de las libertades, ahora está abandonada por la gran empresa de la que antes fue su vocera. Ambas expresiones, izquierda y derecha, deben reconocer que cuando estuvieron en el poder una favoreció al pequeño grupo de siempre y la otra no realizó los cambios que muchos esperaban. En este sentido, ambas tienen gran responsabilidad de lo que está sucediendo, porque el actual régimen se montó en la frustración de grandes sectores de la población que se sintieron defraudados por sus gestiones.
Pero en El Salvador no solo hay izquierda y derecha. Son muchos los que no quieren que se convierta en otra Nicaragua. Lo que todos los actores deberían entender es que la finalidad de la acción política es la transformación de la realidad, y que en nuestro caso debería apuntar a la promoción integral del ser humano, a la justicia, a la equidad y al respeto de todos los derechos. Todas las ideologías, principios y valores deberían estar en función de hacer posible esa transformación. El país demanda que todos los actores, independientemente de su orientación, entiendan que lo que está en juego es la posibilidad de construir un país diferente, más democrático, inclusivo y en el que la sociedad participe en las grandes decisiones que le afectan.
En el actual contexto, no se puede obviar que el miedo crece y se extiende sobre todos los sectores, sin distingo de ideología. El régimen, valiéndose de toda la institucionalidad pública, seguirá haciendo lo que le convenga para callar las voces críticas. A ningún autócrata le gusta que lo contradigan. Pero en esta situación, un movimiento social dividido es incapaz de ofrecer una alternativa seria que despierte adhesiones. La prudencia es necesaria, pero el silencio no conviene, so pena de que después lleguen los lamentos. Prudencia no es cobardía.
* Omar Serrano, de la Vicerrectoría de Proyección Social.