En el país, se ha intensificado la imposición de un discurso centrado en la disciplina, la obediencia y el control como pilares del orden público, desplazando así el debate y las políticas estatales para garantizar derechos como la educación, la salud y la seguridad social. El miedo, el encarcelamiento y la militarización son presentados como soluciones definitivas a los problemas estructurales. En síntesis, bajo el paradigma gubernamental, la represión es la medicina definitiva.
Esta visión punitiva y represiva ignora las raíces estructurales de la violencia y la exclusión: la pobreza persistente, la desigualdad, la falta de oportunidades educativas y laborales, y la precariedad de los servicios públicos. En lugar de atender las causas, se ha optado por una estrategia que castiga las consecuencias. Al eludir la reflexión sobre las raíces de la desigualdad y el tratamiento a fondo de las carencias, el Gobierno ha desplazado su enfoque hacia un modelo de disciplina y obediencia. Se invierte en el miedo, desestimando el diálogo y la acción colectiva.
Esta visión superficial no solo es ineficaz, sino que también perpetúa un ciclo de vulnerabilidad y marginación para los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Con frecuencia, se traslada la responsabilidad del Estado a la ciudadanía. Para el caso de la educación, se coloca sobre los estudiantes y sus familias la carga de una disciplina rigurosa que no tiene en cuenta las condiciones de pobreza, violencia y falta de recursos en las que se encuentran.
Los derechos a la educación y a la salud se han asumido como derechos postergados y hasta negados. La educación integral ha sido relegada a un segundo plano, cuando debería ser un eje transformador de cualquier política pública. La salud, por su parte, sigue siendo inaccesible para amplios sectores de la población; la seguridad social continúa siendo un privilegio de pocos. Esta omisión no es casual: responde a una lógica que prioriza el control sobre el cuidado, la obediencia sobre la conciencia crítica y el castigo sobre la prevención.
La privatización y la falta de inversión en el sistema público han relegado a la mayoría de la población a una atención de salud muy precaria. Esta falta de garantía en el derecho a la salud, sumada a la desigualdad económica, expone a la ciudadanía a un ciclo de vulnerabilidad sin perspectiva de solución.
En este marco, es esencial cuestionar las estructuras que perpetúan las injusticias; es fundamental atender la realidad, dejando de lado las superficialidades y las apariencias de una propaganda oficial omnipresente. Urge recuperar una visión ética y humanista del Estado, que ponga en el centro la dignidad de las personas, no su sometimiento; que evite que autoridades sin competencia técnica tomen decisiones que afectan las vidas de las mayorías; que rompa con la costumbre gubernamental de actuar en contra de las normativas nacionales e internacionales.
Ignacio Ellacuría enfatizaba la necesidad de un cambio estructural profundo. Para él, la educación y la justicia no pueden ser vistas como herramientas de control, sino como vehículos para la liberación y el respeto a la dignidad humana. El presente y el futuro de El Salvador no pueden basarse en el control y la represión, sino en la construcción de una sociedad basada en la solidaridad y la justicia social. Esto solo será posible mediante un enfoque integral que, lejos de imponer disciplina desde arriba, promueva una cultura comunitaria de respeto mutuo y paz.