Según la más reciente encuesta de opinión pública de la UCA, el 85.8% de los salvadoreños considera muy importante que se respete la Constitución. El dato es llamativo, pues, desde su aprobación en 1983, la Carta Magna nunca ha sido fielmente respetada, menos aún en la actualidad. Quizás precisamente por ello el resultado de la encuesta es el apuntado. En efecto, si se lee la Constitución, salta a la vista que la realidad contradice el texto. Pudo tratarse de un simple deseo de quienes la redactaron, pero no es cierto que, tal como afirma la Constitución, el Estado esté organizado al servicio de la persona humana para “la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común”.
La persistencia de una aguda desigualdad entre ricos y pobres muestra de forma clara que el bien común no es un objetivo constitucional asumido con seriedad en el país. Por el contrario, las cosas funcionan en favor de quienes tienen más dinero o más poder. Basta asomarse a las orillas de algunas quebradas urbanas o ir al campo para darse cuenta de ello. La riqueza está mal repartida y no hay equidad en la seguridad jurídica. Defender a los pobres, o incluso a la misma Carta Magna, puede convertirse fácilmente, como se ve hoy en día, en una razón para ser investigado e incluso llevado a los tribunales. Y ello sin ninguna garantía de gozar del debido proceso, como también lo exige la Constitución.
Por otra parte, cabe preguntarse cómo es posible que tanta gente valore la Constitución y al mismo tiempo otorgue una buena calificación al Ejecutivo que la violenta. Una posible respuesta es que los logros en seguridad opacan que no se atienda el resto de obligaciones constitucionales. Además, debido a que el cumplimiento de las obligaciones constitucionales en materia jurídica, educativa, de salud y bienestar económico nunca ha sido una prioridad, a una buena proporción de la ciudadanía el asunto le resulta lejano, cuando no irrelevante. En este sentido, la gente puede afirmar que es muy importante respetar la Constitución, pero permanecer indiferente cuando no se cumple y otorgar una buena calificación al poder que, aunque con medios discutibles, procura un beneficio generalizado.
Frente a esta situación no cabe más que insistir en la importancia de la educación ciudadana y del conocimiento de la realidad. El estancamiento de El Salvador en la pobreza, en el abuso del débil y de quien lo defiende, y en la vulnerabilidad demanda cambios radicales y de fondo. El papa Francisco solía decir que si hay que comenzar de nuevo, hay que hacerlo desde los últimos. Y en el país los últimos son los campesinos, las mujeres abusadas o marginadas, los jóvenes que no terminan el bachillerato, la población que no gana un salario suficiente para sostener con dignidad a su familia, las personas que no tienen acceso a un servicio de salud de calidad. Comenzar por ellos es la única manera de que las leyes y la realidad caminen juntas.