El disparo certero de un francotirador asesinó a una mujer del pueblo en el bastión emblemático del nuevo El Salvador en construcción, enfrente del mismísimo Palacio Nacional. La víctima y su hermana visitaban el lugar para hacerse fotografías. La bala de alto calibre impactó también en el núcleo de la seguridad del régimen de excepción. El corazón de la seguridad es inseguro.
Conmocionada, la dictadura borró rápida y eficientemente las huellas del asesinato. Levantó el cadáver sin las formalidades debidas, lavó la sangre y cerró y pintó el agujero dejado por la bala. Con la misma celeridad, desmontó el altar y recogió las flores que manos anónimas solidarias colocaron en el sitio donde cayó la víctima. Ninguna de las múltiples cámaras que vigilan la zona registró el hecho. El arma homicida está desaparecida. La dictadura no dejó ningún rastro. El homicidio no existe en el país de Bukele.
Junto con el equipo de limpieza apareció el régimen de excepción, que, sin ninguna evidencia, capturó y exhibió a otra mujer como responsable del crimen. En un segundo momento, presentó a un joven soldado, al que acusó y condenó por “homicidio culposo”. Sin más diligencias, imposibles por la contaminación de la escena del crimen y la desaparición de la evidencia, el régimen cerró el caso. Las estadísticas oficiales no registraron el homicidio por haberlo declarado “accidental”. El régimen de excepción se basta a sí mismo, no necesita fiscal, defensor, ni juez.
Mientras los generadores de opinión a sueldo responsabilizaban del homicidio a la oposición e insultaban a las mujeres solidarias que colocaron flores en el sitio del crimen, el comandante en jefe del ejército se ocupaba de cómo disponer compasivamente de los perros callejeros, de saludar a jugadores retirados del futbol español y del cumpleaños de su hija menor. Sus subordinados tampoco dieron la cara. Todos se escondieron en la impersonalidad de las redes digitales, desde donde pidieron disculpas y prometieron una compensación económica a la familia de la víctima.
Desautorizada la primera versión, las voces asalariadas del oficialismo se esforzaron para intentar poner racionalidad en un crimen brutal. Una relativizó su gravedad al expresar que “una no es ninguna”. Al caer en la cuenta del disparate, agregó, a modo de explicación, que una sola vida es irrelevante cuando no hay ninguna. En esa misma línea, otra sentenció que un accidente le pasa a cualquiera y, por tanto, al final, solo Dios sabe por qué ocurre. Así, pues, el centro histórico sigue siendo seguro. La diversión podía y debía continuar con las estrellas jubiladas del futbol español y la Navidad, que ya llega.
El homicidio no fue un simple accidente. Las altas jerarquías militares deben una explicación a la familia de la víctima y a la ciudadanía en general. La ética profesional exige aclarar por qué destacan soldados con armamento de guerra en el centro de la capital, donde, según ellas, la seguridad es total; y cómo fue posible que a un soldado de un cuerpo elite, entrenado como francotirador, se le haya escapado una bala. Si Bukele y su familia corren tal peligro que es necesario protegerlos con armamento pesado, la seguridad que predica es un cuento para los ingenuos y los crédulos.
La exhibición de una transeúnte como responsable del asesinato tampoco fue un error. Ella simboliza a todas las personas inocentes capturadas habitualmente por el régimen de excepción sin pruebas y sin defensa. La dignidad mancillada de esta mujer no ha sido reparada. El régimen de excepción no entiende de esas “sutilezas”.
El mutismo presidencial y militar ahonda la desconfianza y la proliferación de rumores. El régimen de excepción no garantiza que no habrá más balas perdidas. En cualquier lugar, en cualquier momento, cualquiera puede caer fulminado por una bala perdida. El negacionismo oficialista facilita la repetición de la tragedia. La militarización extrema de la dictadura, más propia de un país en guerra que no de uno seguro, abre la posibilidad para más homicidios “accidentales”.
La bala salió de las interioridades del régimen de excepción e impactó en las entrañas de la dictadura, en uno de sus lugares más sensible, el sitio más seguro y representativo. En lugar de esclarecer las circunstancias del crimen y de asumir sus responsabilidades, cerró el caso, desapareció a la víctima, borró el hecho y, como en el pasado, pasó la página rápidamente.
La vida del pueblo, en particular, de la mujer, sigue valiendo poco, a pesar del régimen de excepción. Quizás es más apropiado decir que, precisamente, a causa de dicho régimen, que no ha traído la seguridad deseada. De ello pueden dar testimonio las ya incontables víctimas de las tropelías de sus tropas.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.