En el país, marzo es un mes clave para el ejercicio de la memoria histórica. Por un lado, porque se recuerda el asesinato tanto de monseñor Romero como de Rutilio Grande y sus dos compañeros de martirio. Y por otro, porque con ese recuerdo se celebra el triunfo de las víctimas sobre los victimarios. La memoria triunfa sobre la muerte y devuelve a la vida lo más significativo de las personas que ya no están. Esta función de la memoria, de revivir los valores y los recuerdos de los que han muerto, se vuelve fundamental cuando se rinde tributo a las víctimas de graves violaciones a derechos humanos. Asesinar, violar, torturar personas o desaparecerlas es siempre un atentado contra la humanidad en su conjunto; un intento malicioso y premeditado de eliminar de la convivencia y de la existencia a personas incómodas para el poder, un poder que aspira a controlarlo todo y que no consiente ni la diversidad ni la crítica.
El recuerdo de las víctimas, su reconocimiento como seres humanos, el reclamo de reparación y justicia es históricamente el mejor camino de expulsar de la civilización cuanto en ella queda de irracionalidad y de animalidad depredadora. Recordar a Romero, a Rutilio y sus dos compañeros, a la multitud de víctimas de una guerra de los poderosos contra los débiles, acrecienta la convicción de la igual dignidad de las personas, de la necesidad de convivir respetando los derechos humanos. Mientras el victimario se degrada con sus crímenes, las víctimas mueven a desarrollar sentimientos de humanidad y a crear una civilización diferente a la del poder y del abuso. La memoria del dolor injusto, impuesto desde la fuerza bruta y la barbarie, conduce a establecer nuevas normas de convivencia y a acrecentar valores derivados de la universal fraternidad de los seres humanos.
Por su creencia en la resurrección de los muertos, el cristianismo considera vivos y de algún modo activos en el mundo a los difuntos que amaron y sirvieron a los demás, especialmente si fueron asesinados por sus convicciones y actitudes solidarias. Esa creencia es en el fondo hija de la memoria, además de ser parte de la fe cristiana. No es posible creer en la felicidad futura si en ella no participan todas las víctimas de la brutalidad y la violación grave de derechos básicos. Si se cree en Jesús de Nazareth, crucificado por el poder de su época, es incoherente pensar que Él se olvida de las víctimas que corren una suerte semejante a la suya. Recordar a los mártires es recuperar en la memoria a los que se unieron a la muerte de Jesús y a su triunfo. Y junto con ellos, recuperar también a todas las víctimas que ellos defendieron y por las que dieron su propia vida. Por eso se puede decir que recordar a los mártires es amar la vida, es reclamar una sociedad sin abuso, sin intolerancia y sin privilegios que generan sufrimientos.
La memoria ha sido esencial para que muchos Estados no repitan la brutalidad de los campos de concentración nazis o los gulags soviéticos. Ese mismo recuerdo, el peso simbólico de esa memoria, ayuda a intervenir, denunciar y luchar cuando las cárceles se convierten en centros de tortura, cuando a los migrantes se les maltrata y desprecia, cuando el discurso político se regodea en el extremismo y deshumaniza a ciertos colectivos o minorías. La memoria es indispensable para crecer en humanidad. Romero y Rutilio, y muchos otros como ellos son auténticos testigos de solidaridad, de hambre y sed de justicia, así como maestros de una humanidad más fraterna. Recordarlos es servir al país.