¿Para cuándo el fin de la pobreza?

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Editorial UCA
18/11/2022

Vivir en condiciones de pobreza supone estar sujeto a la precariedad y la vulnerabilidad, y no poder satisfacer las necesidades humanas fundamentales. La pobreza obliga a privaciones inaceptables. Para Amartya Sen, una persona es pobre si carece de los recursos y las capacidades para realizar el mínimo de actividades necesarias para el desarrollo y la realización personal. Las estadísticas oficiales muestran que más del treinta por ciento de la población vivía en condición de pobreza en 2018, aunque con acusadas diferencias entre la ciudad y el campo: mientras que en el área urbana viven en pobreza 17 de cada cien, el número casi se triplica para el área rural, donde 49 de cada cien viven bajo esa condición.

Es muy posible que por esa razón la pobreza pase desapercibida para muchos, y que incluso haya algunos que crean que en El Salvador el problema no es grave. Con la pandemia y sus consecuencias en la economía, y el alza del costo de la vida, especialmente en el precio de los alimentos, el porcentaje de salvadoreños que viven en condiciones de pobreza se ha incrementado en los últimos años. Asimismo, las proyecciones de la FAO para nuestro país señalan un aumento en el número de personas que padecen hambre.

Si más de la tercera parte de la población vive en condiciones de pobreza, y ello le impide desarrollarse y realizarse personalmente, es justo y necesario que el país tenga políticas claras y eficaces para combatir la pobreza y disminuir el número de personas que la sufren. Esta tercera parte de la población, por ser la más vulnerable, la que no tiene acceso a un nivel de bienestar mínimo, la que vive en precariedad, debería constituir la principal preocupación del Gobierno.

Los países que conforman la ONU, entre ellos El Salvador, se propusieron en 2015, hace ya siete años, trabajar a conciencia para que en 2030 se alcanzaran los 17 objetivos de desarrollo sostenible. El primero de ellos es “poner fin a la pobreza extrema, en todas sus formas y en todo el mundo”; una meta fundamental para avanzar hacia una humanidad que pretenda ser fraterna y respetuosa de la igual dignidad humana. Para lograr este objetivo, y que el propósito no se quede, una vez más, en simples palabras bonitas que a todos gustan, pero a nadie movilizan, cada país debe hacer su parte. Ciertamente, los países empobrecidos requieren de la cooperación internacional para emprender programas que contribuyan a esta finalidad, pero la principal responsabilidad y la iniciativa corresponde a los Gobiernos de las naciones en las que la pobreza es una realidad acuciante. Este es el caso de El Salvador.

Desde una perspectiva cristiana y de solidaridad entre hermanos, todos estamos obligados a preocuparnos por las personas en condiciones de pobreza; todos deberíamos poner de nuestra parte para aliviar su situación. A ello, sin duda, están más obligados aquellos que más tienen. Sin embargo, por mucho que las acciones de solidaridad y generosidad personal o grupal sean valiosas y deban mantenerse o incluso intensificarse, no bastan. Es necesario implementar medidas estructurales encaminadas a que el sistema económico y social deje de generar desigualdad y pobreza. Pero todo indica que en El Salvador no existe un plan que apunte en ese sentido. Así será difícil, por no decir imposible, que se logre reducir la pobreza extrema en los próximos siete años. En esto, como en muchas otras áreas, el actual Gobierno está en deuda con la gente.

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