El discurso de odio sustituye al empleo, al ingreso para adquirir la canasta básica ampliada y a las oportunidades. Llena el vacío dejado por el Estado diligente, comprometido con la ciudadanía. La presencia estatal más eficaz es la de las fuerzas represivas, que siembran el terror y la violencia. La necesidad de seguridad ante el desempleo galopante, el hambre y la enfermedad, y la negación de futuro se diluye en las emociones fuertes, suscitadas por una elocuencia deslumbrante, pero insidiosa.
La fuente de los mensajes de odio construye objetivos abominables, que concentran la atención y las energías de unas mayorías que más bien debieran reclamar la satisfacción de sus necesidades vitales. Simultáneamente, el responsable de esta desviación perversa refuerza su posición, que sabe débil por sus limitaciones intelectuales y materiales para responder a los apremios de la gente. Adicionalmente, tanto aquellas como este se deshumanizan.
El discurso de odio absolutiza la bondad propia y la maldad de los otros. Por eso habla de “tolerancia cero”, una actitud que aparenta firmeza, cuando en realidad oculta inseguridad y miedo por no estar a la altura de las responsabilidades adquiridas. De ahí que se revuelva furioso contra quienes exponen sus contradicciones. La intolerancia olvida que ahí donde hay desigualdad prolifera la violencia. Sin igualdad de oportunidades, la agresión, en sus diversas formas, encuentra un caldo de cultivo que, tarde o temprano, explota destructivamente. No se trata de justificar éticamente la violencia, sino de señalar que, en esas circunstancias, es inevitable.
Una vez desatada, se tiende a pensar que la violencia solo puede ser combatida con otra violencia. Aquella se declara criminal o terrorista, y esta, tan provechosa e inapelable que no requiere justificación alguna. Es la bondad de la violencia de los buenos contra la perversidad de la violencia de los malos. Sin embargo, la violencia supuestamente beneficiosa no genera orden, seguridad y estabilidad, sino una violencia más encarnizada y destructiva. El discurso de odio se encarga de racionalizarla, al convertir al otro es una especie de “víctima expiatoria”, que no necesariamente es inocente, pero que tiene menos culpa de la que se le atribuye. En ella se descarga “merecidamente” la rabia acumulada por décadas de menosprecios, humillaciones y frustraciones, mientras libera a los demás de responsabilidad.
La exhibición de “un chivo expiatorio” colectivo tiene la virtud de unir a los buenos. La unidad es mucho más sólida cuando es contra “un enemigo común” que cuando es a favor de algo; por ejemplo, para redistribuir la riqueza nacional de una forma más equitativa. Precisamente, eso es lo que se desea evitar. La frustración y la cólera no se dirigen contra la verdadera causa, sino contra un objeto demonizado, que tiene mucho de víctima. Los acaparadores de la riqueza nacional son intocables, ya que militan en el campo de los buenos. El discurso de odio no ofrece ninguna solución, ya que será imposible erradicar la violencia mientras haya desigualdad social.
La verdadera solución pasa por la convivencia fundada en la satisfacción de las necesidades básicas y la vida digna de la totalidad, en particular, de las mayorías. El hambre de justicia no equivale a la sed de venganza criminal. La violencia no llena el estómago, no da salud, ni educación, ni vivienda. Satisface los instintos más primarios del ser humano, los cuales, una vez agotados en batallas sin alma, dejan el sabor amargo de la derrota y profundizan la humillación y el resentimiento hasta vaciar la vida de sentido.
Contrario al discurso de odio, la convivencia no acepta que nada sea tan malo que no pueda contener algo bueno, ni que nada sea tan falso que no contenga algo de verdad. Y, al contrario, no hay nada tan bueno que no contenga algo de maldad, ni nada tan verdadero que no contenga cierta falsedad. La convivencia enseña a vivir con la ambigüedad de la realidad humana.
La tolerancia no se identifica con la aprobación del mal y, mucho menos, con la aniquilación. La tolerancia refiere siempre a la persona, no a su conducta, la cual puede ser íntegra o criminal. Por tanto, no significa aprobar sin más la conducta del otro, sino renunciar a maltratarlo para que pague sus culpas.
El discurso del odio es un engaño con pretensiones de gesta grandiosa, preñada de promesas. Suscita emociones intensas que se agotan en sí mismas. No canaliza las energías desatadas hacia la construcción de la convivencia. Por tanto, la desigualdad y la raíz de la violencia social permanecen intactas.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.