Como mostró Ignacio Ellacuría, hacer verdad implica estudiar y entender las realidades y dolores que encorvan las esperanzas de las mayorías. Esa tarea implica construir un pensamiento que toma partido por los que sufren (no puede ser neutral) y que lleva a enfrentar a quienes generan injusticia y coerción. Hoy en día, en el país, el poder quiere silenciar todo tipo de pregunta incómoda e impedir el conocimiento de la realidad, mientras hace alarde de descubrir lo que ya todos saben sobre la corrupción de Gobiernos anteriores. Condena el pasado y critica a los partidos tradicionales, pero hace alianzas con lo más abyecto de la partidocracia salvadoreña. Funcionarios que alababan a los corruptos y que fueron protegidos por ellos regresan ahora, revestidos de un aura angelical, para hablar de decencia. Por su lado, los pobres continúan migrando, empujados por una situación en la que contrastan las promesas y afirmaciones de bienestar con las dificultades y miedos vividos a diario desde la pobreza y la violencia.
Si hay que empezar de nuevo, decía el papa recientemente, habrá que hacerlo desde los últimos. La única tarea histórica decente es cargar, encargarse y hacerse cargo de los oprimidos, nos repetiría Ellacuría. Si se reconoce a los muertos su derecho a la justicia, diría en otro contexto un autor contemporáneo, “entenderemos la injusticia sobre la que está construida nuestra felicidad y nos capacitaremos para hacer la historia de otro modo”. En El Salvador, en cambio, existe una negación sistemática a debatir en serio tanto los crímenes de la guerra civil como los problemas estructurales. Las respuestas a estos son reactivas. Se aplican pequeños remiendos sociales que ayudan a sobrevivir, pero que no corrigen la fuente de la pobreza y la violencia. Y ello agravado por la tendencia a la utilización oportunista de la historia
El obispo de Roma advertía en su última carta encíclica que
en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte. La política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino sólo recetas inmediatistas de marketing que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz.
Frente a esta situación, urge dejar la chabacanería, como la contemplada recientemente en un comisión de la Asamblea Legislativa, y comenzar a dialogar y a buscar verdad en los datos objetivos. Y el dato con mayor objetividad en El Salvador es el sufrimiento de gran parte de la población. Dejar hablar al sufrimiento, decía Theodor Adorno, es la condición de toda verdad. Por ello, a quienes gobiernan les toca escuchar los múltiples sufrimientos del país y buscar soluciones fraternas. El insulto y el grito solo producen división social, la cual abona a una cultura violenta ya insoportable.