El título de la primera carta pastoral del arzobispo de San Salvador, monseñor José Luis Escobar, es “Veo en la ciudad violencia y discordia”. El propósito del documento, según el arzobispo, es reflexionar desde la Palabra y el magisterio sobre la violencia que azota al país y animar a todos a esperar contemplativa y activamente en el Dios de la vida, luchando por alcanzar la transfiguración de los principales problemas estructurales que tiene El Salvador. Dos actitudes se proponen como indispensables para alcanzar ese cometido. En primer lugar, buscar las verdaderas raíces del flagelo de la violencia y, en segundo lugar, proponer soluciones sobre la base de la unión, la solidaridad y el compromiso cristiano.
En la carta se hace un recorrido reflexivo e histórico sobre las diferentes formas de violencia por las que ha pasado la sociedad salvadoreña. Se habla de violencia dominativa, usurpadora, social, delictiva, contra la mujer, contra los niños y contra la naturaleza. Y ante la presente coyuntura, en la que la opinión publica absolutiza la violencia delictiva y la considera como un mal ajeno a nuestro modo específico de organizar la sociedad, se plantean una serie de preguntas que nos invitan a pensar en las raíces estructurales e históricas del problema. Un planteamiento honrado con la realidad no debe eludir las siguientes interrogantes.
¿No serán los Gobiernos y los sistemas económicos los que a veces empujan al pueblo a recurrir a la violencia social o a la violencia ideologizada como único camino para la consecución de un empoderamiento que les dignifique como hijos e hijas de Dios? ¿No será que en El Salvador desde la época de la Colonia algunos colectivos tuvieron la costumbre de sobreponerse sobre otros impulsando a los dominados a sublevarse con violencia? ¿No será que en nuestro país algunos grupos han desoído el clamor del pueblo pidiendo más equidad, inclusión, solidaridad, comprensión, perdón, misericordia, justicia y paz, precipitándolos a andar por caminos de violencia y muerte como forma de visibilizarse ante la comunidad nacional e internacional? ¿No será que el Estado no ha creado suficientes políticas de bienestar social, favoreciendo así el incremento e institucionalización de grupos delictivos que en un inicio solo buscaban un mejor nivel de vida, pero ahora, tentados por una cultura consumista y hedonista, buscan prestigio, riqueza y poder a costa del pueblo inocente?
Estas preguntas nos ubican en una perspectiva de lucha contra la violencia que encara las causas primarias que la provocan: la exclusión social, la idolatría del dinero, el individualismo y la impunidad. La exclusión social que se expresa en el desempleo, el trabajo asalariado sin protección social, el trabajo por cuenta propia sin capacidad de acumulación y el trabajo no remunerado. La idolatría del dinero que se pone de manifiesto en la dictadura de una economía sin rostro y sin objetivo verdaderamente humanos, ajena a las políticas de equidad que podrían garantizar igualdad de oportunidades. La cultura del individualismo que favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas y las familias. La impunidad que tanto en el pasado como en el presente ondea su bandera sobre las víctimas augurando victoria a los victimarios. El Salvador, enfatiza la carta, no puede seguir resguardando un sistema judicial que ampare la impunidad. En consecuencia, se proclama la necesidad de justicia para las víctimas.
Y en la línea de las propuestas, el arzobispo plantea dos modelos a seguir en la vida personal, familiar, comunitaria y social para ir superando los patrones de violencia predominantes. Lo hace a la luz de la tradición bíblica y del magisterio de la Iglesia. Se trata de dos modelos éticos de fraternidad universal y de pedagogía de la vida.
El primero, “Jesús-Eucaristía: plenitud de fraternidad”, nos remite a esa señal visible del amor solidario. Eucaristía que es, ante todo, vida nueva. En este contexto, se recuerdan las imágenes entrañables que sobre la eucaristía dejó uno de los primeros mártires de la Iglesia salvadoreña, el padre Rutilio Grande. Él decía que los signos que ahí se manifiestan (solidaridad, unidad, fraternidad, reconciliación, perdón, amor, vida y paz) deben hacerse presentes en el diario vivir del cristiano. Desde ese espíritu, se hacen las siguientes interpelaciones. ¿Cómo puedo participar del banquete del amor y seguir con la violencia contra mi familia? ¿Cómo puedo participar del banquete y manifestar violencia contra el ecosistema?, ¿contra los niños y niñas?, ¿contra la mujer?, ¿contra mis trabajadores?, ¿contra mis subalternos?, ¿contra mis estudiantes?, ¿contra los ancianos? ¿Cómo puedo participar de la cena del Señor y seguir adorando a otros dioses? ¿No será eso fariseísmo? ¿No será eso una falsa vivencia del Evangelio y una falsa práctica de la eucaristía?
El segundo modelo, “María: modelo de fraternidad”, destaca que ella sabe olvidarse de sí misma y “marchar deprisa” para estar cerca de quien necesita ser ayudado, y que muestra preocupación por la felicidad de los que “no tienen vino” para celebrar la vida. María, discípula que no se complace en los soberbios, potentados y ricos de este mundo, sino que busca pan y dignidad para los pobres y hambrientos, sabiendo que Dios está de su parte.
En suma, la carta en su conjunto busca contribuir a la justicia no violenta frente a la injusticia violenta. Dicho con la metáfora bíblica: “Volver la espada a su sitio”, cultivando una pedagogía de paz, porque es posible vivir en fraternidad, sin ningún tipo de violencia.