La confusión entre legalidad y ética sirve bien para justificar los sobresueldos que Casa Presidencial entrega a altos funcionarios. El hecho es conocido desde hace tiempo, pero ninguno de los privilegiados, excepto una exministra, ha tenido el valor y la honradez de reconocerlo. El sobresueldo es una de las ventajas que ofrece la gestión de la llamada partida secreta. Confrontados con hechos irrefutables, algunos intentan justificarse confundiendo legalidad y ética. Según ellos, el sobresueldo no es una cuestión ética, porque la ley lo admite, y tan lo admite que algunos incluso lo exigen. Pero la legalidad no es suficiente para justificar un privilegio escandaloso, dadas las condiciones en las que vive la mayoría de la población.
El sobresueldo es legal, pero no es ético aceptarlo. Mucho menos para aquellos que hablan mucho de responsabilidad y de ética. Paradójicamente, algunos de ellos se confiesan cristianos celosos y fervientes. El buen cristiano sabe bien que más allá de la legalidad está la ética y que esta, al menos la cristiana, no tolera que el funcionario se recete un salario que, por exorbitante, es escandaloso y no exento de pecado público. Un funcionario cristiano no puede beneficiarse del privilegio del sobresueldo cuando la inmensa mayoría de la población literalmente lucha para sobrevivir. El funcionario cristiano no puede imponer a los demás las cargas que él no está dispuesto a llevar sobre sí.
El sobresueldo es más que una cuestión de transparencia, es una cuestión ética. Cómo se puede justificar el sobresueldo, con frecuencia el doble del salario y a veces incluso superior, cuando la mayor parte de la sociedad padece hambre, enfermedad, desempleo y desamparo. Cómo se puede aceptar, y ofrecer, un elevado sobresueldo muy por encima de los recursos disponibles. Cómo se puede explicar que buena parte de los privilegiados con el sobresueldo la emprendan ahora contra el Gobierno por la crisis financiera que ellos contribuyeron a crear con sus dispendios y regalías. Ningún funcionario que dice servir al pueblo, o que declara su amor a los salvadoreños, o que proclama que la patria es lo primero puede aceptar un pago extra no registrado en el presupuesto nacional. Alegar que el sobresueldo se practica desde la década de 1950 no es justificación, porque la costumbre no transforma lo reprobable en correcto.
Indudablemente, muchos no hubieran aceptado el cargo sin sobresueldo. Alegar la cualificación y la experiencia es falaz, porque el desempeño de la mayoría de esos funcionarios deja mucho que desear. Si el ingreso total percibido se correspondiera con su desempeño, el país debiera estar mucho mejor. De todas maneras, si pensaban que su experiencia y cualificación ameritaban una retribución mayor de la asignada, por qué no elevaron sus sueldos y, de paso, también el salario mínimo, para mantener cierta correspondencia entre los salarios máximos y los mínimos. Tal vez cierto residuo de vergüenza se los impidió. Optaron por la mentira para ocultar la injusticia. Quizás pensaron que el privilegio era aceptable si se mantenía en secreto. En cualquier caso, su disponibilidad para el servicio y su amor al pueblo y a la patria no son tan verdaderos como la retórica encendida lo anuncia. Su servicio y su amor son interesados. Por tanto, ni es servicio ni es amor; es oportunismo y ambición. Además de obtener un ingreso exorbitante, explotan las posibilidades del cargo público para promover sus intereses particulares.
Es reprobable que un alto funcionario perciba ingresos exorbitantes mientras la mayoría de la población debe luchar, con demasiada frecuencia violentamente, para sobrevivir; cuando el desempleo, el hambre, la enfermedad y la inseguridad hacen que una porción significativa de esa población emigre. No es cierto que El Salvador sea para ella su hogar y su futuro, tal como insensatamente proclama la publicidad gubernamental. Es reprobable que algunos de esos funcionarios se embolsen sin recato un salario exorbitante mientras regatean un salario de miseria a sus trabajadores. Así, resulta que lo bueno para ellos no lo es para los trabajadores. Prevén la catástrofe si se eleva el salario mínimo, pero encuentran inofensivo el sobresueldo.
La solución es clara: o suben el salario del alto funcionario y suprimen el sobresueldo, o dado que ese salario no satisface sus expectativas, rechazan el cargo público y se buscan otro empleo, tal como hace cualquier trabajador cuando el empresario le impone condiciones laborales inhumanas por un salario miserable. La objeción de la falta de recursos se supera con el aumento de la carga tributaria, pero de manera progresiva: los que más tienen, pagan más. Tal vez así se evite la tentación de vivir parasitariamente del Estado, es decir, de los impuestos de quienes perciben los ingresos menores. Entonces, tal vez, el que aspira a ocupar un cargo público lo haga por verdadera vocación de servicio.