22 personas murieron y 24 resultaron heridas a consecuencia de la masacre perpetrada el 3 de agosto en un almacén de El Paso, Texas, Estados Unidos. El presunto responsable dijo a la Policía, luego de su captura, que su objetivo era “matar tantos mexicanos como fuera posible”. En un texto publicado en Internet presuntamente por el protagonista de la masacre, se hacen afirmaciones supremacistas similares. Entre otras, las siguientes: “Este ataque es una respuesta a la invasión hispánica de Texas (…) Ellos son los instigadores no yo, simplemente estoy defendiendo mi país del reemplazo cultural y étnico”. En el documento también se habla de “un plan para dividir a Estados Unidos en territorios por razas” y se dice que “personas extranjeras están tomando el lugar de la gente blanca”.
Dos hechos sangrientos más ocurrieron en esos días. El 28 de julio, tres personas murieron y otras 12 resultaron heridas en un tiroteo que provocó el pánico en un festival anual en el norte de California. Y el 4 de agosto, un pistolero con chaleco antibalas y abundantes cargadores abrió fuego en una popular zona de la vida nocturna de Dayton, Ohio, matando a nueve personas e hiriendo a docenas. En lo que va del año, en Estados Unidos se contabilizan unos 250 tiroteos que han dejado a un millar de heridos y 250 personas asesinadas.
Estamos ante una realidad que exige decencia y honradez. No valen los discursos formales ni políticamente correctos. El sufrimiento de los inocentes hay que tomarlo en serio; no puede ni debe limitarse a una indignación pasajera o a “condenas” para salir del aprieto. Las víctimas indican la necesidad de ir a la raíz de esta deshumanización. En esta línea, el cardenal Daniel Dinardo, presidente de la Conferencia de Obispos Católicos estadounidense, considera que algo está mal en su sociedad cuando lugares donde la gente se congrega para participar en actividades cotidianas pueden convertirse de pronto en escenarios de violencia y desprecio por la vida. Y denuncia que esta plaga de violencia armada “continúa sin control y se extiende por todo el país”.
La evidencia ineludible de las víctimas ha llevado al presidente Trump a condenar “el racismo, la intolerancia y el supremacismo blanco”. No obstante, es bien conocido que su ideología antiinmigrante fue una de las banderas principales para ganar el voto conservador y sigue siendo uno de sus discursos preferidos en la búsqueda de la reelección. Él ha fomentado pensamientos y actitudes xenofóbicas contra los hispanos, violando dos principios éticos de la sociedad mundial: la hospitalidad y el respeto a los derechos humanos. Ha utilizado un lenguaje agresivo para referirse a las familias centroamericanas y mexicanas que llegan a las ciudades fronterizas a solicitar asilo. De ellas ha dicho que “invaden” o “infestan”. Peor todavía, ha dicho que provienen de “países de mierda”. Un leguaje xenófobo, violento y hostil semejante al del texto de Internet atribuido al autor de la matanza en El Paso.
Estas tragedias han puesto de nuevo en la agenda política y mediática el tema del control de armas en la sociedad estadounidense. Para Trump, “las enfermedades mentales y el odio aprietan el gatillo, no las armas”. La excandidata presidencial del partido demócrata, Hillary Clinton, contraargumentó señalando que “las personas sufren enfermedades mentales en todos los países del mundo; la gente juega videojuegos en prácticamente todos los países del mundo. La diferencia es el control de las armas”. Para la Conferencia Episcopal, “las cosas deben cambiar” y exigen una “legislación eficaz” que pare de golpe “estos inimaginables y repetidos episodios de violencia armada y homicida”. Reconoce, además, que estos tiroteos masivos no son hechos aislados, sino una verdadera epidemia contra la vida que se debe enfrentar.
Ahora bien, ¿por qué son tan frecuentes los tiroteos masivos en Estados Unidos? Las respuestas habituales suelen ser que la sociedad estadounidense es extraordinariamente violenta; que sus divisiones raciales han desgastado la cohesión social; que los ciudadanos carecen de la atención mental adecuada; que se ha idealizado la violencia… Sin embargo, un grupo de investigadores cada vez mayor constata que la única variable que puede explicar el alto índice de tiroteos masivos en Estados Unidos es la gran cantidad de armas, accesibles para quien quiera y pueda comprarlas. La unión de retórica antiinmigrante, intolerancia, racismo, discriminación y libre acceso a la posesión de armas constituye un enorme “muro” que imposibilita la convivencia pacífica, la hospitalidad y el respeto a la dignidad humana.
En su mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2019, el papa Francisco nos recuerda que en el tema de los migrantes están en juego nuestros miedos: miedo a los otros, a los desconocidos, a los marginados, a los forasteros. Miedos que condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y, quizás sin darnos cuenta, racistas. “El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro, con aquel que es diferente”, nos dice Francisco. El antídoto para contrarrestar ese miedo es la “hospitalidad”, entendida como un derecho y un deber de todos.
Como se sabe, el ideal de hospitalidad desarrolla un rol fundamental en los procesos de humanización: ayuda a elaborar buenas leyes para frenar la violencia y a inspirar políticas que hagan viable la acogida del extranjero, del emigrante, del refugiado y del diferente. Ese era el sentido de la ley plasmada en el libro del Deuteronomio: “Amarás al emigrante, porque ustedes fueron emigrantes en Egipto”.
* Carlos Ayala Ramírez, profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuitas de Teología, de la Universidad de Santa Clara, y docente jubilado de la UCA.