Con una semana exacta de diferencia se celebra el Día Mundial de la Alfabetización y nuestro día de la independencia. Cuando nos independizamos, la mayoría de la población era analfabeta. Hoy, prácticamente vencida esa plaga, conservamos, sin embargo, un rezago educativo que hace que nuestra independencia tenga severas limitaciones. Independientes somos, pero no podemos ni siquiera mantener a nuestra propia población. No es casualidad que una cuarta parte de nuestros connacionales viva fuera de nuestras fronteras y que la sangría de la migración continúe, incluso con niños injustamente detenidos en una especie de cárcel en Estados Unidos.
Cuando celebramos con alegría nuestras fiestas de independencia, rara vez pensamos en la profunda relación que existe entre educación y libertad. Y decimos libertad, porque esa fue la palabra clave que repetían nuestros próceres al buscar la independencia. No hay independencia sin libertad, y no hay profundización de la independencia si no se profundiza la libertad. Pero no de los ricos, del comercio o del dinero, sino en la libertad personal y colectiva que permite a cada uno desarrollar al máximo sus capacidades. Todos nacemos con capacidades. Desarrollarlas es una tarea que da sentido a la propia vida. Sin embargo, muchas de esas capacidades humanas quedan frustradas, disminuidas o simplemente eliminadas por la pobreza, la violencia, la debilidad de las instituciones y la ausencia de redes adecuadas de protección social en nuestros países centroamericanos.
En el desarrollo de capacidades pesa enormemente la educación. Y es ahí donde debemos relacionar educación y libertad, educación e independencia. Si la independencia tiene sentido es precisamente porque se supone que aumenta la libertad de las personas. El diccionario de nuestra lengua define la independencia como la libertad sobre todo de los Estados. Pero esta no tendría sentido si los ciudadanos de los Estados independientes no gozaran de libertad. Y hoy, en este mundo globalizado que gusta decir que vive en la era del conocimiento, la educación se ha vuelto indispensable para el disfrute de esa libertad de opciones en la vida que permite el desarrollo pleno de las propias capacidades. Un niño puede venir al mundo con una extraordinaria inteligencia. Pero si esa misma inteligencia no se cultiva con la educación, el desarrollo de sus capacidades quedará seguramente muy limitado. Hay estudios, tanto en El Salvador como en otros países, que relacionan los niveles educativos y la situación económica. Y muestran que cuanto mayor es el nivel educativo, menor es el nivel de pobreza de la gente.
En ese sentido, deberíamos celebrar la independencia evaluando nuestro sistema educativo. Un sistema que al terminar la guerra civil dio el salto a la universalización del sexto grado en la educación primaria, pero que se ha estancado en el bachillerato, al graduar solamente al 40% de la población en edad de hacerlo. Y que todavía tiene serias deficiencias en la educación preescolar, esencial en una etapa de configuración de la inteligencia humana. La calidad educativa, al mismo tiempo, es baja. Y lo que es peor, muy poco equitativa. La diferencia entre algunos bachilleratos urbanos de colegios privados y la mayoría de los bachilleratos públicos rurales es exagerada y, por tanto, gravemente injusta. El mundo universitario, si bien ha crecido bastante en los últimos 50 años, se mantiene todavía muy elitista: solo el 8% de la población de entre 20 y 30 años termina una licenciatura o su equivalente.
La fiesta de la independencia debería recordarnos que estamos en tiempo de decisiones ambiciosas. No se puede hablar de independencia en cuanto florecimiento y aumento de libertad y desarrollo de las personas si nuestro sistema educativo margina a una parte de la población. La necesidad de aportar recursos, incluso de crear un impuesto educativo que posibilite la universalización del bachillerato en sus diversas modalidades académicas y técnicas, es urgente. Esa universalización no solo ayudaría al desarrollo, sino también a la paz social, a la capacidad laboral de los jóvenes, a la productividad y sobre todo a la realización de las personas, con muchas más oportunidades y posibilidades de desarrollar sus capacidades. Tenemos un buen Ministro de Educación, experto en mejorar la calidad de los estudios y en aprovechar los talentos de los jóvenes. Y tenemos el deber moral de expresar nuestra solidaridad contribuyendo al desarrollo de todos, a la eliminación de la pobreza y a la convivencia pacífica. La educación es un camino seguro hacia ese destino. Pero hay que invertir en ella.