"Adviento" significa "venida", "llegada". Litúrgicamente hablando, se nos recuerda cuando Dios viene a nosotros; cuando eso ocurre, las cosas cambian, y cambian radicalmente. Sin embargo, ciertas imágenes de Dios que llevamos dentro no nos permiten ver su venida. Eso ocurre cuando pensamos que Dios está en lo espectacular y no advertimos su presencia en los gestos sencillos de fraternidad, solidaridad, cordialidad, vida compasiva y cercanía hospitalaria.
Por eso, en esa espera se nos invita a estar en vela, vigilantes, es decir, a vivir cada instante conscientemente; a salir del estado de inconsciencia, de apatía, de indolencia. En consecuencia, la liturgia de la palabra propia del tiempo de adviento pone dos voces de fuerza profética que invitan a despertar: Isaías y Juan Bautista.
Isaías proclama la esperanza de una realidad en la que reinarán plenamente la misericordia y la justicia de Dios (Is 56,1; 65,17-19; 65,20). Juan, la voz que clama en el desierto, preparaba y anunciaba la llegada de un Mesías liberador. Pregonaba un bautismo en señal de arrepentimiento (Mc 1,3-4). Su predicación le valió ser apresado por el rey Herodes, que veía en ella un cuestionamiento a su poder y a sus privilegios.
Tanto en Isaías como en Juan Bautista, el llamado a despertar a la realidad exige concreción: alegría y gozo porque la vida de los débiles y oprimidos está protegida, porque el tiempo de Dios (su reino de amor y justicia) ha entrado en la historia humana. Quien vigila está abierto a esa misericordia y justicia de Dios; está abierto al mundo (empatía) para transformarlo; al otro, pobres y víctimas, para reaccionar con compasión.
Desde ellos podemos afirmar que el tiempo de Dios no es simplemente un tiempo litúrgico retórico. Adviento no debe ser una liturgia sin historia, sino una liturgia que ilumina realidades concretas. Tenemos, en ese sentido, emblemáticos ejemplos: fray Antonio de Montesinos, en su famoso sermón del cuarto domingo de adviento de 1511, ante el maltrato, explotación y muerte de los habitantes de las llamadas Indias occidentales, interpeló proféticamente: "¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?". La interpelación fue dirigida, precisamente, a los conquistadores y colonizadores de la época, a los que se les exhortaba a despertar del sueño del egocentrismo que deshumaniza.
Monseñor Romero, en su homilía del segundo domingo de adviento de 1977, a propósito de las situaciones que estorban para ver al Cristo que viene, manifestó: "El vivir tan cómodo, tan instalado, tan rico, que prácticamente son materialistas, no tienen tiempo, no les importa analizar la situación dramática del país y de su propia conciencia, están muy a gusto en sus jaulas de oro".
Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino también nos han hablado de la necesidad de estar atentos a ese momento especial de manifestación de Dios en nuestro aquí y ahora. Concretamente, eso significa discernir los signos de los tiempos desde los pobres y las víctimas. Ellos y ellas, según Ellacuría y Sobrino, nos interpelan a ser humanos, nos hacen ver la verdad de la realidad y nos convocan a construir una civilización de la pobreza. Pobres y víctimas pueden ayudarnos a despertar del sueño de cruel inhumanidad, a pasar de la indolencia a la compasión. Pueden ayudarnos a hacernos cargo de la verdadera realidad del mundo (tener no solo un conocimiento que supera la ignorancia, sino llegar a la verdad que supere el encubrimiento). Pueden ayudarnos a forjar una nueva civilización que humanice, es decir, que no esté en función del capital, sino del ser humano; que pueda ser universalizable porque posibilita una vida digna y sustentable para todos; una civilización donde no haya lugar para lo superfluo cuando las necesidades básicas de las mayorías no están cubiertas.
El adviento que se historiza toma en serio lo real del sufrimiento y la práctica que lo transforme. Así lo visualizaba el profeta Isaías: "Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en jardín, y el jardín parecerá un bosque; aquel día oirán los sordos las palabras del libro, sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos; los oprimidos volverán a festejar al Señor y los pobres se alegrarán con el Santo de Israel, porque no quedarán tiranos, se acabarán los cínicos y serán aniquilados los que se desviven por el mal" (Is 29, 17-20).