El sábado pasado, 18 de junio, celebramos el Día Internacional de la Lucha contra el Discurso de Odio. Un día cuyos principios, dada nuestra situación como país, deberíamos convertirlos en motivo permanente de reflexión. Porque el odio está presente de muchas maneras en nuestra historia. Está en las redes con una violencia verbal inusitada, está en las formas machistas de tratar a la mujer, está en la violencia y está en muchas de nuestras actitudes, en las que el odio se mezcla con la envidia, con los resentimientos y con diferentes modos de egolatría que nos llevan a creernos superiores a los demás y a romper la dimensión dialogal del ser humano. Preguntarnos sobre los efectos del odio en cada uno de nosotros y en la sociedad resulta necesario tanto para el desarrollo personal como para lograr una convivencia ciudadana en la que el diálogo y la buena voluntad sustituyan a la agresividad estéril. Despreciar, insultar a quien piensa diferente, creerse superior a los demás conduce humanamente al fracaso.
El amor y la benevolencia son actitudes positivas, tanto a nivel personal como social; el odio, en cambio, degenera siempre en actitudes destructivas. A veces es el miedo y la baja autoestima lo que hacen odiar a lo diferente. La envidia es como la salsa en la que el odio se cocina. La soberbia y el orgullo de quienes se sienten satisfechos de sí mismos, como los fariseos del tiempo de Jesús de Nazaret, es también fuente de un odio que tiende a ser de ida y vuelta. Y existe también el odio instrumental, lleno del cinismo de quienes piensan que el insulto y la agresión verbal destruye al enemigo. El odio como parte de un plan político para desacreditar al contrario, sin atender razones ni bajar a un diálogo constructivo entre la diversidad de las ideas, puede en algún momento dar resultados, al igual que la propaganda mentirosa. Pero lleva a la larga al fracaso. Incluso en el campo legal se ha tenido en cuenta el odio como agravante de algunos crímenes. Porque el odio, aunque busque fundamentalmente la destrucción moral de aquel a quien considera enemigo, muchas veces también desemboca en violencia homicida.
En El Salvador, las campañas políticas se han caracterizado por utilizar el odio para desacreditar a los demás competidores. En la actualidad, el odio se ha trasladado a la vida cotidiana de las redes y se ha convertido en un artículo habitual de propaganda política. A la crítica racional se le contesta con insultos, ironías y desprecios, tratando de llevar la discusión al terreno personal. En el fondo, se tiene la confianza puesta en que resultará fácil desacreditar a aquel que después de hacer una crítica racional responde al insulto con otro insulto. Entre dos que se insultan, la debilidad propia del ser humano suele terminar inclinando las simpatías hacia el que tiene más fuerza o mayor poder. Al final, la provocación del poderoso no es más que una estratagema para llevar al débil al campo en el que puede ganar. No al campo de la racionalidad y del diálogo, sino al campo del grito, donde impera siempre quienes tienen más galillo. Y prepara la situación social para que el crimen del fuerte contra el débil, asesinato incluido, pueda parecer normal.
Luchar contra el discurso de odio es una forma de combatir la violencia. Porque la violencia física suele tener su inicio en la violencia verbal. Frenar la violencia en sus comienzos es mucho más eficaz que reprimirla con brutalidad cuando se manifiesta en el terreno de la criminalidad. Enfrentar el discurso de odio en el campo político es recordarnos la realidad básica de la fraternidad universal y de la necesaria solidaridad derivada de ella. Es también construir paz y amistad social. “El odio es peligroso para todos, por lo que combatirlo también debe ser una tarea de todos”, son palabras para esta fecha del secretario general de la ONU. Escucharlas es bueno para El Salvador.