En las encuestas de la UCA, cuando se preguntaba por la confiabilidad de instituciones o grupos sociales, los empresarios solían quedar en los últimos puestos. Solamente los partidos políticos y la Asamblea Legislativa quedaban detrás de ellos. En el sondeo de opinión presentado este martes, los empresarios quedan en último lugar. Dado que este sector tiene un enorme liderazgo en la vida social, es indispensable reflexionar sobre el porqué de esta baja calificación. Baja calificación, además, que ha sido sistemática a través de los últimos años, aunque sólo en esta ocasión se hayan colocado en el último lugar.
Lo primero es matizar el hecho. Generalmente, cuando se pregunta por los empresarios, la gente piensa en la gran empresa. No hay en el país una condena a los dinamismos de la empresarialidad. Esto es así porque El Salvador es en realidad un país de microempresarios, la mayoría de ellos moviéndose en el ámbito de lo que llamamos economía informal. No sería lógico que las personas encuestadas, muchas de ellas propietarias —o parientes de propietarios— de un pequeño negocio o que combinan su trabajo ordinario con ventas de diverso tipo, hablaran mal de su propia labor. No se trata, pues, de un desprecio hacia las virtudes o la práctica empresarial en general, sino a determinadas prácticas empresariales ubicadas generalmente en la cúpula de la pirámide social. O al menos sentidas y entendidas de esa manera por la gente común a la que se le pasa la encuesta.
Dicho esto, podemos reflexionar sobre las causas de este bajo aprecio, que sin duda son múltiples y diversas. En primer lugar, la gran empresa se ha visto demasiado inmiscuida en la política. Y la política no es un campo apreciado. Tener grandes representantes en el poder, Coena incluido, durante los 20 años de Arena, no ha hecho ningún bien al concepto que la gente tiene del empresario. Incluso no faltan quienes piensan que el prestigio y la popularidad que el ex presidente Saca mantuvo se debió, entre otras razones, al hecho de dar una imagen de independencia del empresariado. Empresarios que por cierto son ahora los que le están expulsando de su partido.
Dado que una buena parte de la responsabilidad de la crisis internacional se le está imputando a grandes empresas, no es de extrañar que el propio deterioro de Arena, unido al concepto de grandes empresarios controlando este partido, haya ocasionado un mayor deterioro de la imagen empresarial en la opinión pública.
Un segundo elemento que debilita la imagen de los empresarios es percibir en ellos —en los grandes al menos— una especie de indiferencia ante los efectos que la crisis causa en los pobres. Su negativa a una reforma fiscal que, en definitiva, lleve a un mejor reparto de la riqueza producida entre todos se ha convertido en un escándalo en un país como el nuestro, donde la pobreza ha aumentado dramáticamente en los últimos dos años. El sector pudiente sigue dando la impresión de que la crisis no afecta sus niveles de vida, vehículos, estilos de gasto y de derroche. Y aunque no todos los empresarios son así, basta con que una buena proporción de los más pudientes muestren niveles de vida privilegiados para que un buen sector de la población en apretura económica se resienta.
Esta situación es por definición preocupante, porque el liderazgo del empresariado en el país no sólo es innegable, sino que también es indispensable para el desarrollo del conjunto nacional. Un empresariado excesivamente complicado en la política, buscando favores desde arriba, arriesgando poco, mirando con cierta complicidad la corrupción mientras le favorece, no puede desempeñar la labor emprendedora, dinamizadora y de construcción de futuro que se esperaría del mismo.
Generalmente, la opinión de la gente sobre la calidad de nuestros empresarios no suele preocupar demasiado al propio sector, al menos mientras se sigan consumiendo sus productos y frecuentando sus tiendas y negocios. Sin embargo, en el mediano y largo plazo, el hecho de que la gente no confíe en el empresariado nacional incide en que la propia cultura empresarial dinámica y creativa quede fuera de la valoración popular. Y si no somos capaces de valorar el ingenio y la creatividad, de poco nos valdrá la laboriosidad de la que solemos presumir. Un empresariado con mayor conciencia y responsabilidad social, con posiciones más abiertas a la hora de compartir la riqueza, con mayor rechazo y energía crítica frente a la corrupción o al favoritismo político vinculado al negocio, es indispensable para el desarrollo en El Salvador. Ojalá que la baja valoración en la que se tiene al gran empresariado ayude a los miembros de ese gremio a reflexionar y dar muestras de una mayor preocupación por el bien común.