Un significativo sector de la opinión pública desea visceralmente la aniquilación de los pandilleros de la mano de la represión estatal, en este mundo, y de la justicia divina, en el otro. Esta corriente de opinión no repara en los derechos del criminal; ni en el quinto mandamiento, que prohíbe matar; ni en la misericordia insondable de Dios, que siempre busca a la oveja perdida. El Gobierno no solo se identifica con esa opinión, sino que, además, la ha cultivado con especial cuidado, en gran medida para ocultar que la situación se le ha salido de las manos. De esa manera, ha convertido las cárceles en una especie de infierno terrenal, antesala del infierno eterno. No hace mucho, el ministro de Justicia y Seguridad Pública mostraba con orgullo a la prensa los nuevos calabozos. La cárcel no es un sitio de regeneración para facilitar una posterior reincorporación en la sociedad, sino un espacio de horror, humillación y sufrimiento indecible.
Pero el hacinamiento, la mala alimentación, la ausencia de condiciones sanitarias mínimas y la falta de atención médica han facilitado que las cárceles (en particular, las mal llamadas “de máxima seguridad”) se hayan convertido en focos activos de tuberculosis, una enfermedad altamente contagiosa y mortal. El tratamiento de la tuberculosis es caro y prolongado, no menor a seis meses, con el agravante de que el bacilo se suele volver resistente al antibiótico. El año pasado, según estimados confiables, los reclusos tuberculosos eran alrededor de 900. Este año, son un poco menos. El contagio puede ser interpretado como castigo divino o, al menos, merecido. El problema es la enorme facilidad de transmisión de la tuberculosis, a través de todas aquellas personas y objetos en contacto con los reclusos enfermos. La posibilidad de contagio es real, porque ellos no están aislados ni son tratados adecuadamente.
Así, pues, el infierno puede saltar de las cárceles a la población. La más afectada será la más vulnerable, esto es, la peor alimentada, la que vive en condiciones insalubres y sin atención médica mínima. Pero no será la única: el contagio también amenaza al resto. Los focos de infección de las cárceles ya han hecho de la tuberculosis un problema de salud pública. Hasta ahora, la enfermedad estaba controlada, pero los infiernos creados por los Gobiernos de Arena y del FMLN para castigar a pandilleros acechan a toda la población. El sistema de salud pública, ya rebasado por una demanda creciente y por una oferta cada vez más reducida de servicios, se enfrenta a una enfermedad muy contagiosa y mortal, para la cual no está preparado. La “marca país”, que con tanto interés promueve el Ministerio de Turismo, corre el peligro de venirse abajo una vez El Salvador sea identificado como una zona con tuberculosis. El Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, encargado de velar por el bienestar ciudadano, atenta contra la salud pública. Mientras el Ministerio de Educación impone una alimentación sana en las cafeterías escolares, las cárceles son un foco de infección. Las otras dependencias gubernamentales observan el fenómeno con indiferencia.
Epidemias como la tuberculosis son más mortíferas que las pandillas y los escuadrones institucionales de limpieza social. El desmesurado instinto de venganza y el inmediatismo no solo han elevado la cantidad de homicidios, sino que, además, han creado un foco adicional de mortalidad. La dimensión estructural de la realidad hace que lo que ocurre en el interior de las cárceles repercuta, negativamente, en la sociedad exterior. Las medidas extraordinarias no podrán impedir que la tuberculosis se transmita a través de visitantes, vigilantes y personal de servicio, y de eventuales liberaciones, aun cuando los favorecidos no sean pandilleros.
La tuberculosis es una muestra palmaria de que la cárcel, a pesar de las medidas extraordinarias, no es una realidad aislada del resto de la sociedad. En realidad, las prisiones son un reflejo de la convivencia social, tanto por quienes están recluidas en ellas como por el tipo de régimen que se les impone. En la medida en que la vida del penal es inhumana, también lo es la del exterior. El infierno de “los malos” incluye, de una u otra manera, a aquellos que se consideran ciudadanos ejemplares, ajenos a la perversión y la corrupción que prevalece en la sociedad. La lucha no es contra fuerzas sobrenaturales, sino contra acciones humanas, motivadas por el egoísmo, la avaricia y la corrupción. Estas acciones configuran estructuras que, en un segundo momento, promueven nuevas acciones contra la vida, la convivencia solidaria y la dignidad humana. Esa estructura malévola es la que debe ser desarticulada con acciones benévolas.