En nuestros países centroamericanos tenemos la tendencia a ensalzar a los jóvenes y a despreocuparnos de ellos al mismo tiempo. Les llamamos “el futuro de la patria”, les anunciamos un destino fabuloso, en un país bello en todos los aspectos, pero no planificamos con ellos. Incluso cuando hablamos del futuro, parece que hablamos solo del de los adultos, de los que mandan, de los que saben cómo funciona la realidad, aunque esta esté mal. No educamos para el futuro sino para el presente, y en ocasiones para un presente en que solo una pequeña proporción de los jóvenes se libera de problemas que entre todos podríamos solucionar. Con demasiada frecuencia nos basamos en valores de consumo, de comodidad, en la esperanza de alcanzar niveles de vida semejantes a los del Primer Mundo, aunque solamente lleguen a disfrutarlos un débil porcentaje de la población. Y mientras los adultos hablamos sobre las maravillas del futuro, los jóvenes son los más afectados por el paro laboral, por la violencia delictiva y también, como lo hemos comprobado en este tiempo de régimen de excepción, por la violencia del Estado. Los jóvenes pueblan mayoritariamente las cárceles, son los que más emigran y los que tienen los peores salarios.
Recientemente, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publicó una encuesta sobre los jóvenes y el covid a nivel latinoamericano. El 38% de los jóvenes que trabajaban se hallaban en la informalidad. Y durante la pandemia, más del 60% de los jóvenes en edad de trabajar tuvieron dificultades laborales. Y en particular, las mujeres jóvenes tuvieron más dificultades laborales que ellos. El 72% de los jóvenes encuestados afirma que el covid ha afectado su salud mental. Estrés, ansiedad y depresión han sido los efectos más frecuentes, aunque también se han dado en menor cantidad insomnio y ataques de pánico. De nuevo, las mujeres han sido más afectadas que los varones. El acoso y el abuso aumentó durante los meses de reclusión domiciliaria obligatoria en tiempo de pandemia. Durante el mismo tiempo, la mayoría de los jóvenes con alguna enfermedad crónica dejaron mayoritariamente de acudir a los controles de rutina. El 65% de los jóvenes piensa, además, que han “aumentado las situaciones de agresión, maltrato, discriminación o violencia por razones de género”. Es un fenómeno de toda América Latina y, por tanto, no somos la excepción.
Lo sucedido durante el covid señala que la tendencia a no tener en cuenta a los jóvenes continuó durante la pandemia, por más que hablemos de ellos como beneficiarios de donaciones que van desde canastas alimentarias a computadoras. Un sector de población descuidado tradicionalmente termina siempre con mayores problemas cuando hay una situación extraordinaria que daña al conjunto de un país. Y en ese escenario nos encontramos en El Salvador. Durante el Gobierno del presidente Sánchez Cerén se elaboró un excelente proyecto educativo, asesorado por el PNUD, con la idea de universalizar la educación salvadoreña hasta los 18 años y dotarla de calidad de Primer Mundo. El proyecto tenía un costo elevado. Pero al año siguiente de la presentación pública del proyecto, el presupuesto de educación disminuyó. Hoy, aunque el presupuesto educativo ha crecido, no lo ha hecho en conformidad con las necesidades. El endeudamiento gubernamental y el abandono escolar durante la pandemia no auguran el adecuado desarrollo de la educación. Einstein solía decir que es una locura “hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”. Mientras continuemos invirtiendo en nuestros jóvenes recursos insuficientes, la injusticia seguirá transmitiéndose intergeneracionalmente. Hablar mucho del futuro, por bien que lo pintemos, no dará resultados si no cambiamos de actitud y de política de juventud. Un proyecto racional, bien financiado, que incluya una educación de calidad y el acceso al trabajo digno es indispensable para poder hablar de los jóvenes con seriedad, sin hipocresía.