En 1984, en un editorial de la revista ECA, escrito por Ignacio Ellacuría en circunstancias en las que El Salvador pasaba por un agudo estado de violencia y de masiva violación de los derechos humanos, se lee: “Tras el año 1983, tras los cuatro años anteriores, tras las decenas de años que dieron lugar a esos últimos cuatro o cinco años, lo que mejor define nuestra situación es lo que debiera llamarse con todo rigor ‘la agonía de un pueblo’. Por todos lados y en casi todos los niveles se escuchan estertores de muerte. No solo siguen muriendo miles de salvadoreños individualmente considerados; es el pueblo entero el que está muriendo y son sus dirigentes los que están cavando la tumba donde quedan enterrados su vida, sus proyectos, sus posibilidades”.
El texto recoge una larga agonía del pueblo salvadoreño que, como veremos, se prolonga hasta hoy, configurando de nuevo, por causas distintas a las de la guerra, una realidad de muerte violenta, sufrimiento, barbarie y desapariciones forzosas, y un espejismo de soluciones falsas. La actual agonía se registra en el estudio La situación de la seguridad y la justicia 2009-2014, publicado por el Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop). En el capítulo primero se presentan cifras oficiales sobre algunos de los principales delitos reportados. Esos datos deberían conmover a los dirigentes y a la sociedad, pues, tras ellos, hay un cúmulo de angustia, crueldad, sufrimiento y muerte. Veamos algunos de los hallazgos cuantitativos de la investigación.
En primer lugar, se destaca que, de acuerdo a los registros oficiales, entre 1990 y 2013 han sido asesinadas en El Salvador un poco más de 73,000 personas, cifra cercana al número de muertes calculadas durante el conflicto armado, lo que indica que la violencia letal ha sido un desafío constante a lo largo de la posguerra. Según el estudio, aunque las muertes intencionales han mostrado fluctuaciones durante dos décadas de transición, la tendencia es de una elevada magnitud. Del análisis de los registros oficiales se desprende que, si bien a inicios de la década pasada el país registraba tasas inferiores a las 40 muertes por cada 100,000 habitantes, entre 2004 y 2006 las tasas de homicidios pasaron de 48.7 a 64.6. En 2013, la tasa fue de 39.7, con la terrible novedad de que a finales de ese año se volvieron recurrentes los asesinatos bajo modalidades de ejecución extrajudicial, perpetrados por grupos fuertemente armados, con capacidad logística, que visten indumentaria policial o militar.
En segundo lugar, el informe señala que las armas de fuego están presentes en alrededor del 70% de los asesinatos registrados. Junto a la amplia proliferación de armas livianas, el escenario de violencia se ha agravado en los últimos años por una mayor utilización de armas de grueso calibre, como rifles y fusiles de asalto, así como por el uso de granadas fragmentarias en algunos episodios criminales. Las principales víctimas de homicidio siguen siendo los hombres jóvenes, de entre 15 y 35 años. En el último quinquenio, la tasa más alta se registró en 2009, con 130.5 muertes por cada 100,000 hombres; mientras que la más baja fue en 2012 y 2013, con 77 muertes por cada 100,000. Aun con esta reducción, la tasa de víctimas masculinas es casi el triple que el promedio en América, estimado en 29.3 por cada 100,000.
El informe explica que hasta inicios de la década pasada un poco más del 90% de las víctimas de homicidios registrados correspondía a hombres, mientras que las víctimas femeninas representaban menos del 10% de los asesinatos. No obstante, en los últimos años, las víctimas femeninas alcanzan alrededor del 15% del total. Así, la tasa de homicidios de mujeres ha experimentado en la última década un crecimiento sensible: entre 2003 y 2011 pasó de 7.4 a 19.1 muertes por cada 100,000 mujeres. Esta tasa es una de las más altas a nivel mundial.
En tercer lugar, el documento advierte que la proliferación de prácticas de enterramiento y ocultamiento de cadáveres en los últimos años, expresado en el aumento de fosas y cementerios clandestinos, junto a las recurrentes modalidades de desmembramiento de los cuerpos, dificulta cada vez más la localización e identificación de las víctimas. Esto enmascara la realidad y deja la impresión de una aparente disminución de la violencia mortal, cuando en realidad hay ocultamiento de los cuerpos.
En cuarto lugar, se destaca que si bien la reducción de homicidios es un desafío prioritario, en virtud de los elevados costos humanos, sociales y económicos que acarrean, la inseguridad en El Salvador no se reduce a las muertes violentas. Los datos disponibles muestran que fenómenos como la desaparición forzosa de personas, las agresiones sexuales, las lesiones, las amenazas, la violencia intrafamiliar y las extorsiones continúan afectando a un importante segmento de la población, particularmente a los sectores sociales más desfavorecidos. Según datos oficiales, en el caso de la violencia familiar, entre 2009 y 2013 fueron atendidas 24,766 víctimas.
Ahora bien, uno de los grandes peligros frente a esta realidad de angustia, crueldad, sufrimiento y muerte, de ayer y de hoy, es aceptarla con naturalidad. En frase de Jon Sobrino, “que lo aberrante se convierte en lo normal”. Acostumbrarnos a estas cifras o verlas como inevitables nos lleva a la insensibilidad e indiferencia y, por ende, a la pérdida de lo humano. Ellacuría, hablando de la realidad, señalaba que “las soluciones al pavoroso problema de El Salvador son tan urgentes como difíciles de encontrar”. Por esto mismo, agregaba que “es impostergable tomar mayor conciencia de la gravedad creciente de la situación y, al mismo tiempo, tomar mayor conciencia de la urgencia de encontrar soluciones”. Asimismo, advertía: “Hay que desechar el espejismo de las soluciones falsas, que tan solo alargan la agonía del pueblo”.
Tomar conciencia de la problemática, desandar el camino de las salidas en falso y construir soluciones eficaces son tareas necesarias para enfrentar la agonía del pueblo salvadoreño. El estudio del Iudop contribuye, ciertamente, a estos propósitos. No solo presenta la gravedad del problema, sino que ofrece veinte recomendaciones en materia de políticas de seguridad ciudadana, prevención de la violencia, rehabilitación y reinserción, derivadas de varios diagnósticos y estudios realizados por instituciones nacionales e internacionales. Se sugiere, por ejemplo, un mayor compromiso con la implementación de la Política Nacional de Justicia, Seguridad y Convivencia, bajo el liderazgo del Gobierno; priorizar la persecución y sanción del crimen organizado en todas sus expresiones; y desarrollar estrategias integrales de atención a víctimas, que incluyan acompañamiento psicosocial, asesoría jurídica y mecanismos de protección, entre otros.
Quizá si las instancias del Estado tomaran en serio la agonía de la gente, hubiese voluntad de implementar estas medidas, y así contrarrestar tanta muerte anticipada, aflicción y pena profunda. Son válidas también ahora las palabras desafiantes de Ellacuría, planteadas a los dirigentes de su época: “Ha llegado la hora de hacer más, de hacer algo nuevo, para que esa agonía concluya cuanto antes, pero de tal modo que concluya para siempre en pro de la vida y del bienestar del pueblo salvadoreño, de sus mayorías populares hoy más que nunca crucificadas”.