La terrible epidemia del ébola, que hoy golpea especialmente a tres países africanos, muestra cómo funciona el mundo en que vivimos. La muerte de los pobres preocupa poco. Solo interesa el tema cuando la peste toca los bordes del desarrollo y la comodidad. Los países afectados con uno o dos contagiados hablan más de sus enfermos, de sus miedos y peligros, de sus políticas mejores o peores, de sus fallas a la hora de detectar el virus, que de invertir en desarrollo y sanidad allí donde se produce la peste. El asunto principal parece ser aislarse, cerrar fronteras, examinar a los que vienen de fuera y dejar a su suerte a los que padecen la enfermedad en tierra de pobres.
Incluso en un país como El Salvador, que ha vivido tantas veces de la solidaridad, se elevaron voces contra la idea de enviar algunos médicos a los países africanos para apoyar a un sistema de sanidad sobrecargado y casi colapsado por la epidemia. No importa la necesidad ajena. Ni siquiera se tiene en cuenta el bajo nivel de contagio del virus del ébola. La cosa es protegerse. La parábola del buen samaritano no se da en muchas personas. Y es natural, porque tampoco existe la solidaridad adecuada con las víctimas pobres de nuestras propias plagas americanas.
El mal de Chagas tiene una atención muy inferior a otras enfermedades porque solamente se da entre los pobres. El dengue y el paludismo (gracias a Dios, erradicado en nuestro país) tienen también historias internacionales de falta de solidaridad. Pueden haber causado más muertes que el sida, pero este último se da también en los países ricos, no solo en los pobres, y la inversión en investigación y búsqueda de remedios ha sido muy superior que la empleada en otras enfermedades causantes de más muerte entre nosotros. Al tiempo que los medicamentos se convierten en patentes de los ricos excluyendo a los pobres. La muerte de estos parece no doler a los de estómago lleno. El miedo al contagio del ébola tiene, en una buena parte, las mismas raíces que las del sacerdote y el levita del Nuevo Testamento, que pasaron impávidos e insolidarios al lado del herido en el camino. Una mezcla atroz de egoísmo, miedo y conciencia de superioridad del sano frente al postrado.
La profesora de ética Adela Cortina habla en varios de sus libros de “aporofobia”. El significado etimológico es fobia, odio o temor a los pobres. Este odio a los pobres se manifiesta al negar a la gente el desarrollo de sus capacidades, como se hace cuando la salud, la educación o los servicios son de baja calidad o poco eficientes. Ese odio se da siempre en la cima de la pirámide social y suele ir acompañado del esfuerzo de esas mismas élites por convencer a los pobres de que, precisamente por ser como son, no son dignos de disfrutar los privilegios de los afortunados. Pero mentir al que sufre nunca es el mejor remedio para el sufrimiento. Sobre todo cuando sus causas son económicas y sociales. Quejarse de la violencia desde el olvido o el desprecio a los pobres no es más que una expresión de ceguera irresponsable. Si se trata de obedecer a los gringos, nuestros gobernantes envían (en el tiempo de Flores y Saca) salvadoreños a morir a Iraq. Pero enviar gente a labores de solidaridad parece estar mal visto. Y no faltan los que se muestran más valientes atacando la solidaridad que rechazando la guerra.
Frente a la indiferencia, el miedo o el abierto rechazo a la solidaridad, tanto la ética como, aún mucho más, el Evangelio nos llaman a la solidaridad activa. Tal vez no tengamos la capacidad de enviar médicos, dado el entrenamiento que deberían tener para ir a países culturalmente diferentes. Pero podemos enviar recursos, movilizarnos, interesarnos por aquellos que son solidarios. Entre los infectados por el ébola, que como buenos samaritanos se han infectado tratando de curar, atender y consolar a los enfermos, están muchos miembros de la Iglesia, curas, monjas y misioneros, que ponen en alto a la ética y al Evangelio. ¿No podemos enviarles recursos? Cuando hemos sufrido penurias, desastres y guerra incluidos, no solamente nos ayudaron los países ricos y sus ciudadanos. Con frecuencia también lo hicieron los pobres. ¿No podemos ayudar a otros países que son aún más pobres que nosotros? ¿O es que preferimos que nuestra actitud ante sus problemas consista únicamente en cerrar los ojos y ponernos histéricos exigiendo que se evite el contagio?
Las tragedias ajenas son siempre una llamada a la solidaridad. Si por alguna desgracia que nadie quiere el ébola llegara a nuestras tierras, agradeceríamos a todos los que nos echaran una mano. No cerraríamos las fronteras a quienes nos vinieran a ayudar. Abrir los corazones al dolor ajeno es siempre el primer paso de la ética. Y es también el paso indispensable para construir una sociedad con cohesión, con esperanza y capaz de construir la tan deseada paz con justicia. Olvidar el dolor del pobre es provocar resignaciones improductivas, migraciones empobrecedoras o rebeldías brutales. Algunas de las reacciones frente al ébola expresan ese mismo miedo y olvido del pobre que tanto daña y tanta violencia genera en nuestro país. En España ha sido una vergüenza que algunos protestaran por el apoyo dado a misioneros españoles que se infectaron. Entre nosotros, la crítica al Gobierno cuando habló de enviar médicos a África mostró la poca disposición a practicar la ética solidaria.