El Salvador es un país pequeño y pobre. En la mediciones internacionales se nos suele ubicar entre los países de renta media. Y ciertamente estamos mejor en algunos aspectos que otras naciones centroamericanas o caribeñas. Pero no podemos decir que estemos bien. La pobreza afecta a una tercera parte de la población, la desigualdad inunda una gran cantidad de aspectos de la vida económica y social, nuestra institucionalidad es deficiente y la corrupción, la arbitrariedad y la violencia continúan siendo una rémora para el desarrollo. Son problemas viejos y nunca solucionados, a pesar de los discursos tanto del pasado como del presente. Sin embargo, El Salvador y su gente nunca han dejado de lado la esperanza. Es importante, por tanto, analizar en qué ponemos la esperanza.
Mucha de nuestra gente, desesperada por tantos años de pobreza y desatención, pone la esperanza en el norte. Los migrantes muestran con frecuencia la capacidad de nuestra gente de salir adelante cuando se le ofrecen algunas mejoras, aunque sean pequeñas. El país, lamentablemente, no les ofrece oportunidades y la gente continúa migrando. Otros ponen su esperanza en los hijos y se matan trabajando para que estos sean profesionales y estén mejor que ellos. Los vínculos familiares son fuertes, aunque con frecuencia la pobreza, el machismo y la violencia dificulten la vida familiar. No faltan los que ponen la esperanza en la política, en el negocio y el emprendimiento, en la profesionalidad y el conocimiento. Pero ni la política, ni la empresa privada, ni el conocimiento han logrado aportar el diseño de un país más justo y equitativo, que sea convincente para la mayoría. Las desigualdades y el favoritismo clientelista rompen con frecuencia las esperanzas que nacen de esas tres grandes dinámicas sociales. Por eso debemos preguntarnos qué podemos hacer.
Cuando estamos con esas dudas es fácil poner la esperanza en el autoritarismo. Deseamos a veces que alguien resuelva los problemas desde la fuerza si es preciso, y que desde arriba nos den un futuro mejor. Pero el autoritarismo en una sociedad tan injusta como la nuestra difícilmente supera la desigualdad. Los mismos que están en el poder no quieren salir de su comodidad y sus burbujas privilegiadas. El único camino que queda para satisfacer la esperanza de la gente es una solidaridad activa, de carácter político, que sepa unificar los muchos deseos serios de un país mejor. Una solidaridad que comience por tener un buen proyecto nacional de realización común que garantice que nadie va a quedar en la miseria, que desarrolle verdaderas redes universales de protección social, que redistribuya la riqueza a través de una inversión seria en la gente y que apoye simultáneamente la creatividad y la austeridad. Quienes caminen en esa dirección tendrán que resistir las trampas, ofertas engañosas e incluso amenazas de las élites que no deseen perder sus privilegios.
Un partido político con un proyecto de realización común abierto a todos, con un claro ordenamiento ético y con capacidad de exigir responsabilidades tanto dentro como fuera de sí mismo no ha sido fundado todavía en El Salvador. Y muy probablemente tampoco abundan en otros países, incluidos los desarrollados. Iniciar la trabajosa tarea de pensar, proponer y difundir un proyecto; garantizar éticamente que este es posible; y resistir en la tarea en medio de las dificultades son pasos necesarios para que la esperanza tenga color político y se vuelva realidad dentro del país.