"20 años" se dice fácil. Hace dos décadas, el P. Ignacio Ellacuría, 5 de sus compañeros jesuitas y sus dos colaboradoras fueron asesinados vilmente por efectivos militares.
El pasado fin de semana, un aniversario más de su entrega se recordó en la UCA, mediante un acto de memoria y esperanza, en el que las comunidades y la población les rindieron un sentido homenaje. Homenaje no sólo a ellos y ellas, sino a todas las víctimas del conflicto armado.
En este marco, el presidente Mauricio Funes otorgó un reconocimiento póstumo a los sacerdotes jesuitas por su aporte académico al país. Este acto debe leerse en su justa dimensión.
En primer lugar, es un acto formal de reconocimiento no a los jesuitas víctimas, sino a su calidad académica; justamente esos reconocimientos de los cuales se alejaban en vida, pues ellos vivían para las y los hijos de Dios.
En segundo lugar, el evento no debe leerse como un acto de desagravio moral. Para eso es necesario honrar la verdad mediante el perdón y garantizar la justicia para todas las víctimas, tanto las de la impunidad histórica como las de la impunidad actual.
En ese sentido, lejos estamos de un primer paso en la ruta de la reparación hacia las víctimas. Si bien fuentes militares señalan que la Fuerza Armada estaría dispuesta a pedir perdón por las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante el conflicto armado, estas palabras son solo eso: palabras.
Si existiera una verdadera voluntad estatal, esta sería la oportunidad para que de una buena vez el manto de impunidad histórica que cubre a los criminales se devele y exista justicia para las víctimas y sus familiares.
Como ya se ha señalado, este develamiento debe pasar primero por uno de los actos que requiere mayor humildad: pedir perdón. Ahora bien, esa acción debe ir acompañada por el retiro de los obstáculos legales que impiden acceder a la justicia y la verdad.
Del mismo modo, debe haber un esfuerzo real y sostenido de parte del Estado para reparar los daños causados. Una reparación no sólo simbólica, sino integral. Y cuando se pide integralidad, se aboga por justicia.
Mientras no haya pasos en esa dirección, no se podrá reconstruir los lazos del tejido social deteriorado ni cumplir con los grandes objetivos de los Acuerdos de Paz, firmados en 1992: la democratización, el respeto hacia los derechos humanos y la reconciliación de la sociedad salvadoreña.
El horizonte para cumplir estos objetivos no es otro que todas las víctimas y su dignidad pisoteada. Un horizonte al cual deberían encaminarse todos los esfuerzos estatales por hacer cumplir el respeto a la sangre derramada, a la memoria y a la justicia.