Los periódicos están hablando de lucha de poderes. Y los poderes del Estado también. ¿Es esto un signo de algo? Por supuesto. Es señal de lo débil que es nuestra democracia. En cualquier país que se precie de ser demócrata, a ningún poder del Estado se le ocurre amenazar a otro. Pero nuestra democracia es débil, está enferma y es con frecuencia irracional. Y es así por la insuficiencia de cultura democrática de personas concretas, con nombre y apellido, que están en las más altas posiciones de poder del Estado. Un diputado que en una democracia madura dijera con desenfado que a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia se les pone en el cargo o se les quita cuando a los miembros de la Asamblea les da la gana, no solo hubiera sido llamado estúpido e ignorante, sino que diversas instancias de ética y disciplinarias le hubieran caído encima.
Entre nosotros, solo una modesta opinión pública critica esas meridianas muestras de idiotez. En el Estado y entre sus funcionarios, reina la apatía ante la ausencia de inteligencia, en buena parte porque los intereses personales y grupales están muy alejados del deseo de vivir en verdadera democracia, con rendimiento de cuentas y responsabilidades bien establecidas. Aquí basta la mano alzada y obediente para creerse a sí mismo un demócrata.
Acostumbrados a la guerra civil, da la impresión de que gobernantes y diputados quieren ahora iniciar una auténtica guerra contra el poder judicial cuando libre e independientemente trata de responder a los ciudadanos que piden que la Constitución tenga plena vigencia. En vez de dar el ejemplo ante la ciudadanía de obediencia a las leyes y a las instituciones, tanto el Presidente de la República como algunos parlamentarios se dedican ahora a salbequear, como se dice en salvadoreño, a los magistrados de la Sala de lo Constitucional. No hay un lenguaje respetuoso que diga que no se comparte el criterio de la Sala, pero que evidentemente se cumplirá con la Constitución y con la interpretación de la misma. Aquí no hay remilgos ni frases bonitas; simplemente se amenaza.
Y la opinión pública, generalmente la que no aparece en los grandes medios, termina preguntándose cuál es el valor que tienen las leyes en esta fementida democracia en que vivimos. Porque quienes debían dar ejemplo de respeto a las normas simplemente se dedican a amenazar cuando una interpretación de la ley les desfavorece. En estos casos, el Tribunal de Ética Gubernamental debe actuar de oficio. Y tener la capacidad de decirle a cualquier funcionario del Estado, incluido el Presidente de la República si fuera preciso, que el ataque y la amenaza no es un modo ético de relacionarse entre poderes. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos debe advertir a los funcionarios de alto nivel que el intento de presionar al poder judicial desde otros poderes del Estado es un tipo de intervención pública reñida con los derechos de la población a vivir en una democracia donde gobiernan las leyes, no las personas.
Desde esta casa de estudios, deseamos ardientemente que la sensatez se imponga. Nadie con poder debe amenazar el funcionamiento institucional de una democracia. Se pueden, por supuesto, expresar diversidad de opiniones. Pero cuando un funcionario de cualquier órgano del Estado tenga una opinión jurídica diferente a la de la Corte Suprema de Justicia o a la de la Sala de lo Constitucional, debe añadir siempre a su opinión diferente la siguiente frase: "Estoy en desacuerdo, pero obedeceré lo que dicen las leyes". Y la ley, que lo oigan bien los funcionarios, dice que la Sala de lo Constitucional es la máxima autoridad para interpretar la Constitución.