El 16 de noviembre conmemoramos el horrendo asesinato de seis jesuitas y sus dos colaboradoras (madre e hija) en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. Hace veinte años, en plena guerra civil, el batallón Atlacatl acribilló a las autoridades de esa universidad, y para que no quedaran testigos, en otra parte de la casa, asesinaron a las dos auxiliares. Este hecho fue parte de una sangrienta guerra civil, iniciada por una política de exclusión y de represión contra las mayorías salvadoreñas carentes de oportunidades y de vida digna en el "país de las 14 familias". Tras un golpe de Estado, una larga guerra de doce años y una cadena de asesinatos, que incluso llevó a un sicario a asesinar al santo arzobispo Óscar Arnulfo Romero en el altar, el conflicto originó 75,000 muertos y más de un millón de desplazados.
Los sacerdotes asesinados eran compañeros y amigos míos; unos fueron compañeros de estudios, con otros coincidí en seminarios de reflexión, y con varios compartí retiros espirituales. Les quitaron la vida por ser consecuentes con sus principios cristianos y su responsabilidad universitaria, por su empeño en hacer una universidad al servicio de la libertad, de la justicia y de la construcción de un país desarrollado para todos. La UCA, con su rector Ignacio Ellacuría, realizó investigaciones, denunció abusos, presentó propuestas de país. Lamentablemente, con las salidas bloqueadas, el Frente Farabundo Martí y otros grupos tomaron las armas, y el país entró en una espiral de violencia sin fin. Las guerras exigen la eliminación del otro, sin matices, ni diálogos; el que no se radicaliza y embrutece es un traidor, como los jesuitas que vivían amenazados. Ese múltiple crimen, hace veinte años, dejó a la UCA sin autoridades. Naturalmente, para los militares y la ultraderecha radicalizada, Ellacuría y los jesuitas eran traidores y agentes de la guerrilla, y matarlos era hacer patria.
Dos meses antes de su asesinato, me encontré con Ellacuría en el aeropuerto de Madrid; me contó que estaba promoviendo el diálogo y la negociación, con peligro de ser acusado por ambos bandos. Se sentía optimista, pues el Presidente lo había llamado y quería que lo ayudara en esa dirección. Me manifestaba que Cristiani —conservador y miembro de un partido agresivo— era inteligente y empezaba a ver (como también algunos jefes guerrilleros) que sin diálogo y negociación no había salida en esa guerra con fuerzas empatadas. El horrendo asesinato (hoy esclarecido, aunque con los responsables mayores sin condena) escandalizó al mundo y puso en evidencia la locura de continuar la guerra; por lo que dos años más tarde culminaron las negociaciones, se terminó la guerra y se encauzaron las elecciones democráticas que terminaron con resultados respetados.
El Salvador sigue teniendo problemas tremendos; su ingreso principal en divisas viene de las remesas de dos millones de salvadoreños aventados a la migración por la guerra y la pobreza; las "maras" o pandillas juveniles se revuelcan entre la violencia y la miseria. El país no puede salir adelante si los sectores enfrentados no llegan a un proyecto nacional negociado, para construir esperanza y oportunidades de vida para todos. El presidente Mauricio Funes, que recientemente ganó las elecciones con el respaldo del ala más dura del Frente Farabundo Martí, es inteligente, moderado y sensato. También entre los empresarios y el partido de derecha Arena parecen prevalecer los convencidos de que no habrá país sin oportunidad para todos. La Universidad Centroamericana sigue formando para el diálogo. Una universidad no puede evadir los problemas nacionales, ni puede fomentar la exclusión, sino valores para liberar al país de los crímenes y exclusiones del pasado. Los salvadoreños son duros, y sobresalen como trabajadores y empresarios muy laboriosos, y tienen que entenderse y sumar fuerzas. La sangre de nuestros hermanos jesuitas mártires sigue inspirando la fidelidad universitaria para construir juntos y con espíritu cristiano la nación, sin dejarse atrapar por el pasado criminal. Creemos en el Dios liberador revelado en el amor de Jesús. En su nombre no se puede bendecir la opresión ni se pueden canonizar sistemas totalitarios envueltos en la falsa promesa de "paraísos en la tierra", ni sembrar la idolatría de identificar al Estado y la Revolución con Dios.