Cada fin de trienio legislativo nos encontramos con el mismo espectáculo: necesidad de votar a última hora reformas constitucionales que muchas veces ni siquiera han sido adecuadamente discutidas. Todo se reduce a negociar en vez de debatir. Todo se reduce a número de votos en vez de a razonamientos adecuados. Desde hace mucho tiempo, YSUCA ha venido abogando por la legalización de las escuchas telefónicas, condicionando las mismas a la aprobación de una ley de transparencia y acceso a la información. Fusades incluso ha presentado un proyecto de ley de acceso a la información, que no ha sido discutido. Pero las cosas se dejan para última hora y por ello los temas se discuten a medias. Las prisas finales impiden hacer una adecuada combinación del acceso a la información, que es un derecho ciudadano, con las escuchas telefónicas, que son una restricción de un derecho. Porque es absurdo restringir un derecho en el que se maneja información cuando no está reconocido el derecho al acceso a la información pública. Negociar ahora el mal llamado "matrimonio gay" con las escuchas telefónicas es otro elemento que muestra lo poco pensado de las decisiones de última hora. Aunque no tiene sentido llamar "matrimonio" a una vida en pareja homosexual respaldada legalmente, lo cierto es que ayudaría saber previamente si hay alguna discusión seria, y en qué términos se mueve, sobre la legalización de ese tipo de uniones.
Si nos vamos al tema de la Fiscalía o de los magistrados de la Corte Suprema de Justica, contemplamos prácticamente lo mismo. Se elaboran listas a toda velocidad, se dialoga poco, no se ponen los historiales al descubierto y mucho menos se consulta con la sociedad civil. Lo que parece gustarles a los diputados es la negociación sin criterios claros. Porque así no hay posibilidad de evaluación de los errores cometidos. Y si alguien protesta, siempre se puede decir cualquier cosa para salir del paso, incluso echarle la culpa al que fue mal seleccionado en vez de a quienes le seleccionaron con criterios de conveniencia de grupo y no de responsabilidad política.
Muchos recordamos el caso de Peñate Polanco, en el que se llegó a poner en riesgo de muerte a una institución del Estado fruto de los Acuerdos de Paz. Las advertencias severas de algunos sectores de la sociedad civil no sirvieron para nada. Ahora llama la atención que en la lista de diez candidatos a la Fiscalía, aun habiendo algunas personas competentes, haya una clara mayoría de abogados de escasa o baja reputación. Abogados que han defendido a los acusados de algunos de los delitos más connotados del país tendrían que pasar de defensores de auténticas joyitas del crimen, a acusadores de los mismos. Especialmente en algunos casos que, como todos sabemos, siguen vigentes. El trabajo de la Asamblea para encontrar un grupo de diez candidatos, de los que siete son incapaces de una reflexión jurídica seria, muestra el grado de ganguerismo que se da entre nuestros diputados. Muestra también el bajo nivel intelectual de estos mismos legisladores.
Otro tanto ocurre con los candidatos a magistrados, que exceptuando los propuestos con más votos por los abogados, dejan también bastante que desear. Después ocurre lo que ocurre. Porque en la Corte Suprema, aunque no todos lo sean, hemos tenido ignorantes, borrachos y acosadores sexuales de sus empleadas. E incluso charlatanes y malos poetas, financiados en sus publicaciones por la propia Corte. Y el silencio cómplice cubriendo las pésimas decisiones de los diputados.
Dejar las cosas para última hora siempre trae desajustes. Lo mejor, casi seguro, es dejar la selección de los magistrados a la próxima legislatura. Y ojalá ésta sea capaz de establecer consultas eficientes y rápidas para llegar a decisiones en base a conocimientos de los candidatos, publicaciones serias —si las tienen—, ejercicio profesional destacado, aportes al mundo del derecho en reflexión o en investigación, independencia partidaria y calidad ética personal.
El problema de estas negociaciones de última hora es grave porque este tipo de debates no consiguen sino aumentar la desconfianza ciudadana en la clase política nuestra, más acostumbrada a negociar sobre sus intereses que a pensar en el país. Con el agravante de que sin confianza ciudadana en las instituciones y en quienes las dirigen, es muy difícil enfrentar retos nacionales.