La polémica sobre la minería metálica plantea dos incógnitas. La primera pregunta por la identidad de los intereses que Bukele defiende con tanta fuerza. ¿Los del país o los de una multinacional? Es difícil responder que protege los primeros. En los más de cinco años en el poder se ha caracterizado por promover los intereses de unos cuantos privilegiados, incluido su clan familiar. Si en este caso su posición es sólida, ¿por qué arguye retorcidamente y apela a la confianza de los incondicionales? En definitiva, les pide confiar en su liderazgo, así como lo hicieron cuando reprimió a las pandillas. No es lo mismo. Ahora les pide confiar en que distribuirá la riqueza nacional.
La discusión comenzó con un anuncio sorprendente. El Salvador está asentado sobre “los depósitos de oro con mayor densidad por km2 en el mundo”, dijo. Luego agregó, para espolear la codicia, que, además de oro, hay otros muchos metales muy cotizados en los mercados. Este fabuloso tesoro, hasta ahora escondido y felizmente descubierto por él, introducirá al país en el primer mundo. Un objetivo imposible sin contaminar todavía más uno de los medioambientes más devastados de América Latina.
El pragmatismo y la mentira superan este escollo. Bukele promete una “minería moderna y sostenible”, con “tecnología de ahora” y, por tanto, “responsable” y con “costos ambientales bajos”. Pero el único procedimiento conocido para extraer oro es un proceso químico que usa metales pesados y cantidades ingentes de agua. En consecuencia, la prohibición está justificada. Una contrariedad para un Bukele decidido a todo. Presionado por unos intereses desconocidos, se revuelve contra ella por considerarla absurda. Pero El Salvador no es el único país que ha prohibido la minería metálica, tal como sostiene Bukele. Otros también lo han hecho, total o parcialmente. No satisfecho, compara al país con los países del mundo rico. La comparación es simplista, superficial y sesgada. El Salvador no ingresará en ese exclusivo club de la mano del oro.
La naturaleza de las multinacionales contradice el discurso inocente del oro. Estas no entienden de responsabilidades ni de riesgos humanos y medioambientales, sino de explotación y ganancias máximas. La respuesta a esta nueva dificultad es Bukele, quien se ofrece como garantía contra la depredación multinacional. Prueba de su solvencia para asumir ese papel es su hasta ahora desconocida preocupación por la contaminación de las aguas superficiales y la promesa de “hacer bien” las cosas, a diferencia del pasado, cuando los gobernantes corruptos vendieron el país a multinacionales extractoras. Pero eso no es suficiente. No posee credenciales que lo acrediten como defensor del medioambiente. Al contrario, el cambio climático no figura en su agenda. En nombre del desarrollo, no solo ha despreciado abiertamente el cuidado de “la casa común”, sino también persigue judicialmente a los ambientalistas comunitarios.
Tampoco es cierto que el oro elevará sustancialmente el nivel de vida de la población. Bukele promete que “nadie se va a enojar por vivir a la par de la mina”, porque “le van a comprar la casa en un montón de dinero”. Ese no es el caso de centenares de propietarios forzados a malvender sus tierras y viviendas para hacer espacio al cemento y al asfalto. ¿Por qué habría de ser distinto en el caso de la mina? Los vecinos no conseguirán un mejor nivel de vida. Más bien, esta será más dura. Habrá expropiación de tierras, expulsión de población y enfermedades asociadas a la contaminación de las aguas y del entorno. Los únicos que sacarán provecho son la multinacional y sus intermediarios locales. Probablemente, ni siquiera contribuirá a aumentar la recaudación fiscal, porque será colmada de exoneraciones.
La segunda incógnita es aún más difícil de despejar. La defensa de los intereses de la multinacional y sus socios locales es innecesaria. Basta ordenar a los diputados la derogación de la prohibición de la minería metálica y la aprobación de concesiones para la empresa extractora. El procedimiento no es nuevo. Tal vez pensó que la apología del oro suscitaría una nueva oleada de popularidad, pero se ha equivocado. El rechazo inmediato, dentro y fuera del país, lo ha puesto a la defensiva.
Dios no “colocó un gigantesco tesoro bajo nuestros pies” para enriquecer a una multinacional y sus patrocinadores locales, ni para contaminar, ni para destruir la vida. Indiscutiblemente, Dios desea el bien, pero no el de unos cuantos privilegiados, sino de la humanidad entera y nunca a cualquier costo. La creación tiene un límite más allá del cual se encuentra la muerte.
El brillo del oro alimenta fantasías desorbitadas y codicias insaciables. El oro desata una vorágine con consecuencias fatales para quienes se dejan atrapar. El oro mata la vida humana y ambiental, y, como todo asesino, es un gran mentiroso.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.