El Fiscal General no se anda con pequeñeces. Aspira a dirigir Medicina Legal, una unidad de investigación, un laboratorio de investigación criminal y la protección de testigos. Sin encogimiento alguno destina edificios confiscados para residencia de ancianos, sin verificar si son aptos. Si le conceden lo que solicita, se independizaría de la Policía, del sistema de justicia y del Ministerio de Seguridad. La razón de esta curiosa petición es doble. Por un lado, asegurar la persecución del delito y, por otro, no depender de la colaboración de otras instituciones. Se equivoca el Fiscal si piensa que la concentración de la investigación del delito redundará en más eficacia y menos corrupción.
La Fiscalía General no está exenta de ineficacia y de corrupción. En sus frecuentes intervenciones públicas, el Fiscal no indica cuánta es la mora de la institución, cuántos casos terminan en el juzgado, cuántas condenas consigue y cuántas absoluciones por falta de pruebas o por procedimientos inadecuados. Además, cada vez son más los procedimientos fiscales cuestionables por incapacidad para reunir pruebas sólidas y por abuso de poder. Los fiscales acusan sin evidencia, basados en decires y suposiciones. Por eso, cuando desaparece el testigo, el caso se les cae. La prueba científica no parece hacerles ninguna falta.
A los débiles los persiguen con saña. Pero condescienden con los policías y los soldados que implantan evidencia, que detienen arbitrariamente, que torturan, que asesinan y que contaminan la escena del crimen. Inculpar, capturar, exhibir como culpable a quien todavía no ha sido condenado judicialmente y procesar no tiene sentido si los verdaderos autores del crimen gozan de impunidad. No es la concentración de poder lo que garantiza la persecución eficaz del delito, sino los controles institucionales contra la corrupción y la ineficiencia. Pero los partidos políticos no se pueden permitir la independencia de esos controles, porque entonces algunos de sus dirigentes serían vulnerables, es decir, estarían al alcance de la justicia. Más aún, legislan para colocarse al margen de la justicia.
Por otro lado, la inusitada petición del Fiscal es, en sí misma, una crítica acerva de la acción policial y de sus responsables; en último término, del poder ejecutivo. En pocas palabras, el Fiscal denuncia la incapacidad policial y militar para perseguir el delito. A eso se pueden agregar la corrupción, el tráfico de armas y la prepotencia de una institución que se sabe impune. Prueba pequeña, pero elocuente es que los agentes exigen circular en moto sin documentación. Es la misma prepotencia y descontrol de los exdiputados suplentes que viajan con pasaporte diplomático. La burocracia está organizada para la proliferación de sinvergüenzas.
La Fiscalía tiene mucha responsabilidad en esa situación por no investigar diligentemente la conducta criminal. Las denuncias contra policías y soldados han aumentado significativamente desde el comienzo de la represión contra las pandillas. La mayoría de las denuncias son por maltrato, amenaza, abuso de poder, tortura, detención ilegal, intimidación y ejecución sumaria. Alguna de esas denuncias ha llegado hasta los organismos internacionales de derechos humanos por la pasividad de la Fiscalía. El pasado no se ha ido. La decisión de reprimir exigía una supervisión rigurosa de la Fiscalía. Hace tiempo se advirtió del riesgo gravísimo que conllevaba la represión. Tal vez por eso se creó una comisión gubernamental, que hasta ahora ha guardado hermético silencio.
Ciertamente, la Fiscalía no cuenta con los recursos necesarios ni con personal capacitado. Si las actuaciones policiales la superan, tal como lo reconoce el Fiscal, entonces, ¿por qué no supervisa a la policía y a los soldados?, ¿por qué no impide los abusos denunciados ampliamente?, ¿por qué en los tribunales le sigue el juego a los errores de la investigación policial? Tal vez por comodidad, o por incapacidad, o por simple sumisión. Tal vez porque incluso está de acuerdo con esa forma de proceder propia de un régimen dictatorial. El Salvador no está bajo semejante régimen, pero posee un aparato represivo similar al de las dictaduras latinoamericanas.
Esto dice mucho de la falta de ética y de profesionalismo de la Fiscalía. No se trata de simples fallas, superables con una mejor supervisión, tal como repite el Fiscal para restarles importancia. Es la manera habitual de proceder de la Fiscalía General y de todo el aparato de seguridad gubernamental. Ahora bien, no se puede pensar en una revisión de la institucionalidad mientras no se abandone la opción por la represión, que ha pervertido a unas instituciones de por sí débiles. Es peligroso acumular poder en una Fiscalía puesta al servicio, o al menos colaboradora y cómplice, de esa política. La incidencia del crimen y la corrupción no se reducirán con esa clase de institucionalidad. La concentración de poder deseada por el Fiscal no subsanará las deficiencias actuales de la Fiscalía. Al contrario, las multiplicará. Represión y concentración de poder es una mala fórmula.