“Quien nada debe, nada teme” reza un mantra de los devotos del oficialismo para convencerse de que no caerán víctimas de la excepción y para justificarla. Pero hay razones para temer, y mucho, porque la excepción no persigue criminales, sino lo que al soldado o al policía de turno se le antoja. Capturan por las apariencias, para llenar una cuota impuesta o por una denuncia anónima que ajusta cuentas. Una vez ingresado en las cárceles de Bukele, es extremadamente difícil salir con vida de ellas. La liberación es tan errática como el ingreso.
Residir en una zona controlada por la pandilla convierte automáticamente, sobre todo a los jóvenes, en terrorista o en cómplice de terrorista. Los criterios para detener, torturar y humillar son exhibir un tatuaje de las pandillas o parecer pandillero, y colaborar con ellas, bien como “colaborador necesario” o como “colaborador con la intención de serlo”. Según estos criterios, enunciados por el responsable de la seguridad, cualquiera, en cualquier lugar, por cualquier motivo puede ser capturado por el régimen. La vaguedad de los criterios deja a la ciudadanía a merced del capricho de soldados y policías. La ligereza con la que el ministro se desentiende de la creciente cantidad de fallecidos en las cárceles es también pasmosa y alarmante. Esas muertes, que frivoliza como “evento trágico”, son, según él, normales: “siempre hay muertes dentro de los penales, en cualquier sistema penitenciario”, debido a una “desnutrición o deshidratación anterior” a la detención. En definitiva, el ministro apela crípticamente a “ese andamiaje con el gabinete de seguridad”.
En los portones de las cárceles de los Bukele se adivina la amenazadora inscripción que Dante leyó al entrar en el infierno: “Oh, los que entran, dejen toda esperanza”. Los jueces rechazan sin mayor consideración las pruebas de descargo de los detenidos. Solo validan las actas policiales con las declaraciones de los captores, que relacionan a los capturados con actividades sospechosas o criminales, y de testigos de oídas. Los jueces prevarican por miedo a la destitución o al traslado a un juzgado remoto. Los retorcidos argumentos con los que sentencian de un plumazo a seis meses de cárcel a decenas de acusados dejan entrever su mala conciencia. Los defensores, públicos y privados, son impotentes ante “las órdenes superiores”.
La posibilidad de salir con vida de estas cárceles es muy remota. Hasta ahora, el régimen habría liberado a unos 170 detenidos de un total superior a los treinta mil. Unos cuantos han salido gracias a la intervención de un alto funcionario del régimen o por la presión de las redes sociales. No hay amparo judicial que valga, sino la voluntad soberana de Bukele y sus carceleros. Así, pues, la esperanza de quienes entran en sus prisiones, muchos sin deber nada, queda fuera.
Si hace dos meses el régimen de los Bukele necesitaba de una tasa baja de homicidios para proyectar la imagen de una seguridad ciudadana confiable, ahora aduce la cantidad de detenidos. El régimen instrumentaliza a los detenidos de la misma manera que antes lo hizo con los homicidios. Las dos fases tienen en común la violación sistemática de los derechos humanos y la mentira consuetudinaria. La seguridad de la ciudadanía no es la prioridad, sino la necesidad apremiante de pasar cuanto antes la página de la tregua fallida con las pandillas. La represión y el terror no son más que una artimaña bien urdida para olvidarla. Primero es la seguridad presidencial y luego, a mucha distancia, el bienestar social y el bien común.
La revelación del pacto con las pandillas y de su fracaso puso en entredicho la credibilidad del régimen. La posesión y el ejercicio del poder absoluto no son tan sólidos como quisiera. La posibilidad del colapso es real. Por lo general, los Gobiernos experimentan crisis, pero sus jefes las suelen superar con habilidad política y concesiones, cualidades gubernativas que le han sido negadas a Bukele. Al igual que las pandillas, optó por la violencia y el terror. La “guerra contra las pandillas” no es más que un pulso entre dos fuerzas violentas y destructivas.
La violencia y sus enormes costos humanos y materiales desautorizan las lindezas expresadas por la ministra del exterior en la Cumbre de las Américas. Sin inmutarse, la funcionaria dijo que Bukele impulsa “un proceso de transformación en cuanto al enfoque de gobernanza a partir de un Estado de bienestar, que privilegia al más vulnerable y a la persona humana y al bien común sobre todo”. La desfachatez con la que los funcionarios de Bukele mienten es pavorosa. Confiar ciegamente en la buena conciencia y en la propia inocencia es temerario. Nadie está libre de los caprichos del soberano, presto a mentir para disimular sus atrocidades.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.