La intervención del presidente en la Asamblea General de Naciones Unidas tiene una interesante novedad. En ella, Bukele esboza su visión del desarrollo. Aspira a construir una sociedad donde cada uno trabaje en lo que le gusta, ya que, al ser de su agrado, trabajará bien; y donde nadie trabaje “un día más” del deseado. Cuando ese momento llegue, desaparecerá el anciano deslomado por el acarreo de pesados fardos, la mujer que empuja un carrito por la calle lleno de cualquier cosa vendible, el comercio informal en calles y plazas, y el trabajo infantil. “Eso es lo que haremos, poco a poco”, ratificó Bukele, “tratando de construir, poco a poco, las oportunidades y cultivando el criterio para utilizarlas”.
El futuro prometido es francamente atractivo, pero es igualmente irreal. Si bien Bukele aseguró que avanzará “lo más rápido que podamos”, no indicó cuándo y cómo lo hará. Tampoco los riesgos de esas oportunidades, ni su costo, ni quién pagará. Responder estas preguntas evita crear falsas expectativas. Las primeras piedras de las gigantescas obras que ha prometido colocar el próximo año no conseguirán que cada uno trabaje el tiempo que quiera, en lo que le gusta. Si así fuera, los inmigrantes salvadoreños residentes en Estados Unidos, un país con grandes infraestructuras, ya estarían disfrutando de ese mundo fantástico. Un mundo así requeriría un Estado de bienestar que los países escandinavos, donde los servicios sociales son universales y de excelente calidad, no han alcanzado.
Semejante construcción social requiere redistribuir la mayor parte de la riqueza nacional, algo que Bukele no se atreve a intentar, ni siquiera en escala modesta. Prefiere repartir dólares y alimentos, y confiar ciegamente en la tecnología, la globalización y “el potencial infinito de la imaginación de la creatividad humana” para “continuar el progreso de la humanidad”, como una “carrera de relevos” infinita. Por tanto, el progreso se logra con “la mínima voluntad” y con otros “optimistas del futuro y del potencial humano” como él. Bukele está convencido de que la libertad humana no tiene límites y que, por tanto, puede llegar adonde se lo proponga, así como explotar impunemente la naturaleza. El rechazo de los límites conduce a la desmesura y a la creencia de que todo es explotable y utilizable. Sin embargo, solo ha puesto en práctica su ilusa concepción de la libertad en el ámbito estatal, donde ha suprimido los límites y los controles del poder presidencial.
La censura de la comunidad internacional le ha provocado tal disgusto que le echó en cara no haber sabido aprovechar las crisis mundiales para “analizar si estamos haciendo lo que en realidad debemos” y por no escuchar sus advertencias sobre cuál es el camino correcto. En cambio, cuando él aprovecha la crisis nacional para “hacer las cosas diferentes”, lo critica, “en lugar de guiarlo y ayudarlo a crear su camino”. Ante tanta insensibilidad, Bukele no solo anunció desafiante “la intención […] de irnos por ese nuevo camino, el camino de nuestro desarrollo”, sino que también presagió que este es “un camino que el resto de la humanidad pudiera seguir”. Asimismo, avisó que no tolerará intromisiones. Solo aceptará la cooperación de quienes respeten su autoritarismo, el camino que conduce a la prosperidad y la felicidad.
El presidente salvadoreño se ha presentado ante la comunidad internacional como el único que conoce cómo superar las crisis de “un mundo cada vez más acelerado, más desunido, más ansioso, más pesimista y más indigente, un mundo donde nadie sabe hacia dónde vamos”. Pero su presidencia se caracteriza por dividir e improvisar, lo cual genera ansiedad y profundiza la pobreza y la desigualdad. Contradictoriamente, confía en las bondades de la globalización para alcanzar el progreso, pero rechaza cooperar con las otras naciones. Estas deben seguirlo, no indicarle cómo gobernar. Bukele pretende marchar en solitario, como un iluminado, hacia el reino de jauja, acompañado de voluntaristas y optimistas.
Mientras las potencias se esfuerzan por hacer a un lado sus diferencias y encontrar acuerdos para enfrentar los desafíos del mundo actual, desde el calentamiento global, el crimen organizado y el terrorismo, pasando por los regímenes autoritarios y represivos de todos los colores, Bukele las desafía, desde una perspectiva miope. No conoce más crisis que las guerras mundiales y la pandemia de la covid. Y su modelo de optimismo es la década de 1920, cuando, según él, “la humanidad pensaba en el futuro que quería y trabajaba para lograrlo”. En realidad, lo que sobrevino fue la gran crisis del capitalismo de 1929 y la Segunda Guerra Mundial con el holocausto y la bomba atómica.
No debe extrañar, entonces, que su discurso caiga en el vacío. Su planteamiento carece de fundamento y su propuesta es irreal. El sensato recapacitaría y tomaría otro camino. Pero la consistencia no es virtud del mandatario. Incoherentemente, no sigue los consejos que da a la comunidad internacional sobre la oportunidad de las crisis. Los consejos son para los otros, no para él.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.