A partir de la Revolución Francesa se ha asumido, especialmente en Occidente, que las bases de la democracia se enmarcan en las tres palabras consagradas como lema revolucionario hace ya casi 250 años: libertad, igualdad y fraternidad. En El Salvador, para avanzar en democracia, es fundamental realizar un examen colectivo sobre el funcionamiento de los valores que subyacen a esas tres palabras. Es esta una tarea pendiente en muchos aspectos, porque en general los políticos y gobernantes han optado por la búsqueda de poder antes que por la ética. Habiendo entrado ya en el tiempo preparatorio para el 200.° aniversario de la independencia patria, sería oportuno abrir debates sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad en el país, y así diagnosticar la salud de nuestra democracia.
La libertad es el valor en el que más se ha insistido en el país desde la independencia. Sin embargo, la tendencia ha sido a privilegiar una libertad individual e individualista que al final beneficia al más fuerte ante la ausencia o debilidad de las instituciones estatales. Ocupados en las tareas de subsistencia, los salvadoreños más pobres y desfavorecidos quedan desprotegidos a la hora de desarrollar sus propias capacidades, y así es muy difícil disfrutar de las posibilidades que la libertad ofrece. Algunas libertades concretas, como la de religión, libre asentamiento de domicilio, libertad de expresión y de prensa han sido con frecuencia perjudicadas y dañadas por quienes ejercen el poder, en parte a causa de conflictos internos políticos o sociales, pero también porque el poder desarrolla en su propia estructura la organización de grupos de delincuentes dedicados a combatir a los opositores. Frente a ello es indispensable abrir la libertad para todos, controlar el mal uso de la misma por los fuertes y garantizar el respeto del Estado a las libertades ciudadanas concretas.
Por otra parte, la Constitución afirma que todos somos iguales ante la ley, pero la desigualdad campea y los poderosos tienden a verla como natural. La desigualdad en el campo del conocimiento, de los servicios estatales y del dinero hace que todos terminemos siendo desiguales ante la ley. Combatir la desigualdad desde un compromiso serio del Estado con el desarrollo de las capacidades humanas de toda la población resulta indispensable. Tanto en la libertad como en la igualdad hay graves déficits seculares que deben enfrentarse con mayor determinación. Si bien es cierto que durante el período colonial no había libertad en muchos campos y la desigualdad estaba consagrada por el sistema de castas, los 200 años de independencia deben recordarnos que es necesario caminar mucho mejor y más aprisa para la vigencia de estos valores.
Y finalmente la fraternidad. Aunque a lo largo de la historia el pueblo salvadoreño ha dado profundas pruebas de fraternidad en circunstancias difíciles, el Estado y una buena parte del liderazgo social y político tienen en este campo unas pésimas credenciales. Basta recordar las numerosas masacres de la guerra civil y la incapacidad de los diversos Gobiernos de hacer justicia. Cualquiera que sea el contenido que hoy le demos a la fraternidad, sea solidaridad, amistad social, benevolencia o tolerancia, el déficit es grave. Además, si en la dinámica política se impone el insulto y la agresión verbal como forma de relación, la cultura de la fraternidad sufre un verdadero descalabro. No es este el único momento en la historia en que se insulta sin piedad, pero dado el sufrimiento de tanta gente a raíz de la pandemia, debería primar un diálogo permanente y cordial. Ello sería bueno para la democracia, para la recuperación y el desarrollo, y para ofrecer un mejor horizonte a las nuevas generaciones.