La Didajé, uno de los escritos cristianos más antiguo, dice que “hay dos caminos, uno de la vida y otro de la muerte” y que grande es la diferencia entre estos. Durante la Semana Santa, vienen a la mente con facilidad esas palabras de la tradición cristiana. En colonias tenidas como peligrosas, en los alrededores de Apopa, por ejemplo, la Semana Santa se vivió con devoción y en paz. La reflexión y la capacidad de contrastar el rumbo personal con los valores y mensajes de Jesús potencian la vida. En contrapartida, el desahogo visceral, el aumento del consumo de alcohol, el descanso tomado como diversión explosiva y el dejarse seducir por la violencia llevan a la muerte.
Vencer a la muerte injusta, violenta o catastrófica implica pensar en el camino que queremos recorrer tanto individual como socialmente. A nivel individual, la opción por la vida requiere reflexión permanente sobre los objetivos fundamentales de la propia existencia. Ser más humano, construir relaciones de diálogo y paz con todos los que a uno le rodean, ser solidario con el que sufre es camino de vida. Por supuesto, dada la vulnerabilidad constitutiva del ser humano, siempre hay riesgos, pero si se busca lo bueno para uno mismo y para los demás, y se controla lo que lleva al enfrentamiento y a la injusticia, es posible vivir sin que la muerte sea un estorbo para desarrollar sentimientos y objetivos profundos.
Vencer socialmente a la muerte implica echar a andar en común una serie de dinamismos. Todos tenemos la responsabilidad de crear relaciones positivas y construir un tejido social sano, empezando en la familia y llegando hasta el barrio o el municipio. Instituciones como las asociaciones de barrio y su coordinación con las estructuras municipales son fundamentales en esta tarea, pues las asociaciones intermedias entre el individuo y el Estado son generalmente las más eficaces para promover la cultura de paz, sobre todo si funcionan en base al diálogo y solidaridad.
La despreocupación individualista y consumista que no mira el dolor del prójimo ni sus derechos y que genera ineficiencia, impunidad y corrupción abona al camino de la muerte. En sentido contrario operan el respeto, el cuidado del medioambiente, la solidaridad vecinal y la preocupación por la justicia. En todos los niveles sociales hay gente que se esfuerza por el bien común mientras un grupo de individualistas feroces solo mira sus conveniencias y caprichos, saltándose todo principio moral y legal. Frente a ello, el Estado no puede optar por la indiferencia y la ineficiencia; constitucionalmente está obligado al bien común y a la justicia social. Sin embargo, a veces da la impresión de que es un ente solo interesado en defender intereses particulares. Optar por el buen camino, por el camino de la vida, debe ser una tarea permanente y diaria de todos, pero en especial de los funcionarios públicos. Estos están llamados a aportar vida desde el Estado, no a simplemente vivir de él.