Los nicaragüenses han sido convocados a asistir a las urnas el 7 de noviembre para una elección sin contrincantes. Daniel Ortega y su régimen se han encargado de anular a todos los candidatos relevantes provenientes de movimientos ciudadanos y partidos políticos democráticos, quitándoles sus derechos políticos, metiéndolos en la cárcel o sometiéndolos a arresto domiciliario. Por ello, lo que tendrá lugar en Nicaragua el próximo domingo es una verdadera farsa electoral en la que ya todo está decidido y en la que, una vez más, Daniel Ortega y Rosario Murillo se proclamarán vencedores.
Cuando Ortega regresó a la presidencia de Nicaragua, a principios de 2007, ya lo hizo sin contar con el voto de la mayoría de la población. En aquel momento, volvió al Ejecutivo con apenas el 38% de los votos, sin necesidad de una segunda vuelta gracias al pacto corrupto con Arnoldo Alemán. Un pacto que estableció que ganaría la presidencia el partido más votado, aun cuando no alcanzara la mitad más uno de los votos; bastaría con que en primera vuelta lograra alcanzar el 35% de los sufragios y que la diferencia con el segundo partido más votado fuera de 5 puntos. Según el acuerdo, Ortega y Alemán se repartirían el poder: el primero controlaría el Ejecutivo y el segundo, el legislativo. Pero una vez en la presidencia, Ortega acusó a Alemán de corrupción y lo metió en la cárcel, aniquilándolo políticamente y haciéndose con el control absoluto del poder.
Desde entonces, las elecciones nicaragüenses han sido una farsa organizada por el régimen a través de un Consejo Supremo Electoral que solo defiende los intereses del FSLN, bajo control de Ortega y su grupo. Desde 2007, el Consejo ha organizado cinco elecciones presidenciales —contando la del próximo domingo—, y en todas ellas, sin excepción, ha cometido o permitido fraudes evidentes y bien documentados, e imposibilitado cualquier tipo de observación electoral independiente. Además, Ortega logró que la Corte Suprema de Justicia lo avalara para presentarse a reelección, a pesar de la prohibición constitucional correspondiente. De este modo, lleva ya 15 años como presidente ilegítimo, y va por 5 más.
La evidencia más cruda de que en Nicaragua gobierna una dictadura se dio en abril de 2018, cuando los jóvenes se tomaron las calles para exigir que Ortega abandonara el poder. La respuesta fue una brutal represión que se saldó con cientos de muertos. Muchos de los que sobrevivieron fueron acusados de conspiración y traición a la patria en juicios amañados, sin defensa y sin garantías. Desde entonces, la persecución a los opositores no ha cesado, la libertad de expresión ha sido conculcada y los presos políticos sufren maltratos y torturas en las cárceles. Vana resultó la esperanza de que en las próximas elecciones el pueblo nicaragüense pudiera recuperar la libertad y la democracia.
Frente a todo este proceso, los países centroamericanos han permanecido impasibles; en particular, los demócratas salvadoreños han mostrado poca solidaridad con el pueblo nicaragüense y sus sufrimientos. “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”, dice el saber popular. En El Salvador, el tiempo del remojo ya pasó; nuestra de por sí débil democracia está siendo recortada a diario por el ansia del poder total. Qué tan lejos se llegará es hoy la cuestión.