La semana pasada, mientras visitaba Japón, el papa Francisco dio una declaración enfática sobre las armas atómicas. Frente a los discursos interesados de los políticos de los países más poderosos, la voz del pontífice fue muy clara: es inmoral no solo usar bombas atómicas, sino también poseerlas. En su visita a Hiroshima, el papa afirmó que dicha ciudad “ha sido una verdadera catequesis humana sobre la crueldad”. Si la crueldad es por definición inmoral, con mucha más razón lo es un arma que tiene un poder destructivo descomunal imposible de focalizar, que no distingue si lo que mata es niño, niña, anciano, mujer o vida inocente de cualquier nivel, y que por tanto también arrasa cualquier convicción ética y humana.
En El Salvador quizás es más fácil entender el mensaje del papa que reflexionar sobre la moralidad de la tenencia y uso de armas de fuego. En el país, la gran mayoría de los homicidios se cometen con armas de fuego ligeras. Tener una es motivo de orgullo o muestra de poder para muchos de entre nosotros. Las armas se usan para amenazar, para imponerse, para aterrorizar y abusar de otros. Por ende, deberíamos preguntarnos si es moral la posesión de armas.
Entre quienes negocian y se lucran con la venta de armas hay militares, diputados, presidentes de partidos políticos y personas que se consideran a sí mismas demócratas. No hay diferencias entre derechas e izquierdas políticas en este punto. El negocio de las armas está en mano de gente con poder y que disfruta de un nivel económico bastante por encima del promedio. La doctrina social de la Iglesia católica afirma desde hace ya bastantes años que “es necesario que se adopten las medidas apropiadas para el control de la producción, la venta, la importación y la exportación de armas ligeras e individuales, que favorecen muchas manifestaciones de violencia”. De hecho, los países con mayores controles para la adquisición de armas de fuego son los que tienen menos homicidios intencionales.
Por desgracia, a los salvadoreños parece no importarnos la doctrina social de la Iglesia ni los datos objetivos que la respaldan. Un grupo de personas sin moral ni ética hace negocio y se enriquece con la venta de armas, a pesar de que estas se utilizan para destruir especialmente a nuestra juventud: según cifras oficiales para 2018, el 56% de las víctimas de homicidio tenía entre 13 y 30 años de edad. Un país como el nuestro, próximo a perder el bono demográfico que hasta ahora le ofrece ventajas para acelerar en el camino hacia el desarrollo, se muestra indiferente ante la muerte de demasiados de sus jóvenes.
La propuesta de restringir el comercio y la tenencia de armas no aparece nunca en los congresos de la empresa privada ni en los programas de los partidos políticos. En ese sentido, estos sectores tienen un problema claro de moralidad. Y de la falta de reflexión y autocrítica sobre las armas de fuego pasan muy fácilmente a la complicidad con el clima de violencia existente, por mucho que de palabra se manifiesten contrarios a ella. En 2013, durante una vigilia de oración por la paz, Francisco citó unas palabras de Pablo VI: “La paz se afianza solamente con la paz”. En contraposición, el mercado libre de armas solo afianza la violencia. Deberíamos tenerlo claro.