En estos tiempos en que políticos mentirosos y megalómanos triunfan en las elecciones de diversos países, resulta necesario reflexionar sobre la verdad. No faltan quienes dicen que no hay verdades absolutas, que la verdad es relativa, poliédrica; afirmaciones estas que convierten la verdad en propiedad privada de personas exitosas, individuos tanto más más peligrosos por su personalidad narcisista que por su defensa de ideas o creencias. La mentira desbocada, la exageración, el insulto y la calumnia son parte de las convicciones y del éxito de cierto tipo de políticos. Ante la decepción por el lento ritmo de la democracia, el grito, la ofensa y la exhibición de fuerza se convierten en estímulos para votar. La apariencia brillante y terrible de los vencedores presentada por los medios de comunicación no es más que el reflejo de la despersonalización de las relaciones humanas y el anticipo de un futuro fracaso que tardará más o menos tiempo en llegar, pero que indefectiblemente llegará.
La historia que transmite la permanencia de lo humano es muy distinta de la adornada narrativa de los triunfadores, sean de la tendencia que sean. Aguantar al lado del sufrimiento ajeno, brindar ayuda, mantener la esperanza en un mundo más fraterno es coherente con la verdad de lo humano. Los antiguos profetas, aunque pasaran desapercibidos o fueran condenados en su época, conservan actualidad y continúan planteando desafíos. Los mártires salvadoreños dicen más sobre la esencia de lo humano que la espectacularidad de los triunfadores. Quienes reflexionan sobre la realidad a partir de la igual dignidad de la persona y la fraternidad universal aportan a la convivencia humana y construyen historia con mayor eficacia que aquellos que divinizan el poder o el dinero. Los que se identifican con las cosas que tienen terminan siendo dominados por ellas. Y al igual que las cosas, pierden significado con el paso del tiempo. Frente a los que desarrollan su personalidad desde la prepotencia y la riqueza, los mártires dan ejemplo de resistencia en el bien y brindan esperanza de un mundo más justo y humano.
La verdad hay que buscarla más allá del poder, del prestigio o del éxito. En la relación humana, en el diálogo, en el servicio y en la solidaridad con el sufrimiento ajeno se encuentra siempre más verdad que en la propaganda y la vanagloria del poder. Del recuerdo de las víctimas nace más verdad que de la admiración a los millonarios. En un mundo que privilegia y ensalza el poder y la fuerza bruta, es tarea de los ciudadanos darle continuidad al ansia de verdad que ha caracterizado a la humanidad desde sus inicios. En un tiempo en el que se creía más en la muerte del enemigo que en la fraternidad, los mártires de El Salvador, desde el cultivo del conocimiento y de la razón cordial y solidaria, impidieron que el poder oligopólico sobre las armas y el dinero se convirtiera en la única verdad.
Cuando la mentira, el lenguaje violento y el desprecio a los pobres triunfan en la política y arrastran tras de sí las esperanzas e ilusiones de muchos, la resistencia en la verdad de lo humano, en la fraternidad y la solidaridad es siempre camino seguro de superación. La manipulación de la verdad en favor de los poderosos, por más que se revista de oropeles, no resiste el paso del tiempo ni el contraste con la realidad. La mentira carece de solidez y no puede sustituir a la verdad en el largo plazo. El sufrimiento humano y la solidaridad con las víctimas son siempre verdad irrefutable y subversiva frente a quienes idolatran el poder, la riqueza y el liderazgo autoritario.