La realidad se impone. El reconocimiento oficial de la santidad de monseñor Romero ha sido motivo de regocijo en gran parte del planeta y ha hecho que muchos de los que antes lo adversaban hoy guarden silencio o reconozcan, con la Iglesia, su elevación a los altares. Esto es positivo, pues podría abonar a que el legado del obispo mártir ilumine el camino para avanzar hacia un El Salvador más acorde con los deseos de Dios. Sin embargo, en el contexto del acontecimiento más importante para el país en los últimos tiempos, hay una tendencia a reconocer la figura emblemática a cambio de olvidar el pasado, a desencarnar a monseñor de la realidad en la que tuvo que predicar y de los poderes contra los que tuvo que luchar. Como el santo ya no habla directamente, algunos buscan citar solo lo que les conviene y callar la verdad de lo que sucedió.
Hay cosas que no se quieren decir. Quien sí las dijo en la víspera de la canonización en Roma, en una conferencia de prensa memorable, es el cardenal Gregorio Rosa Chávez. No se guardó los nombres de las personas e instancias que boicotearon por muchos años el proceso en el Vaticano. Aunque periodistas de grandes medios de comunicación nacionales estaban ahí, no se publicaron muchas cosas. Rosa Chávez reafirmó que debe abrirse un juicio por el magnicidio y que las heridas, todavía abiertas, deben cerrarse con el reconocimiento de la verdad. Un juicio manejado con sabiduría y desde la justicia restaurativa, afirmó. Recordó que los emisarios de la diplomacia de cuatro Gobiernos de Arena participaron activamente en el bloqueo a la causa de canonización. “A partir de 1989 tuvimos embajadores de El Salvador que representaban a Arena, cuyo fundador ordenó el asesinato de monseñor Romero. Durante 20 años, no se habló bien de Romero aquí”, dijo el cardenal. Y agregó: “Cuando mataron al arzobispo, vi los fuegos artificiales de celebración desde la parte alta de la capital”.
Ahora que monseñor es santo, es imperativo conocer la verdad, toda la verdad. No es un capricho demandar esto, es una necesidad histórica, ética y jurídica. El Salvador tiene a su primer santo y su magnicidio está en la impunidad. No es suficiente decir, como se ha dicho, “¡Ya es santo, olvidemos el pasado!”. Los que demandan la despolitización de Romero, los que llaman a descafeinarlo, en realidad pretenden ocultar la verdad de su asesinato. Tan cierto es que monseñor nunca estuvo de lado de ninguno de los bandos que se enfrentarían durante la guerra como que su labor pastoral tuvo una incidencia política fundamental, al punto de costarle la vida. Basta con leer sus homilías y su diario para confirmar su visión de la realidad, su independencia y valentía crítica en la denuncia, y su llamado al cambio fundamental y profundo de la sociedad salvadoreña, tan plagada de injusticia y desigualdad en aquel entonces como ahora.
Es conocida la autoría intelectual del magnicidio; basta dar un clic a un buscador de Internet para encontrar el nombre de Roberto d’Aubuisson. El informe de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el mismo Vaticano lo señalan. También un tribunal de Fresno, California, después de escuchar, en septiembre de 2004, a tres de las personas involucradas en el crimen: el capitán Álvaro Saravia, el motorista Amado Garay y Gabriel Montenegro, quien iba a bordo de uno de los vehículos implicados en la logística del crimen. Está comprobado quiénes planearon y mandaron a asesinar a monseñor Romero. El nombre del santo está inseparablemente unido al de sus asesinos; y el de Roberto d’Aubuisson a un partido que lo sigue exaltando y teniéndolo como guía. Arena tiene que cargar con esta pesada carga. Por eso, en lugar de argumentar que conocer el pasado no es necesario ni bueno y pretender desligar a d´Aubuisson del asesinato, el partido de derecha debería reconocer los hechos, tomar distancia de esa abominación y cesar el culto institucional al magnicida. No hay modo de reconocer y respetar la figura de Romero y su legado si al mismo tiempo se pretende negar el pasado y exculpar a sus verdugos.