Así como ha habido un cambio en la política nacional, también está girando hacia otro rumbo, o al menos así lo parece, el discurso oficial en torno a los graves problemas y crímenes del pasado. Ya desde el momento en que fue elegido candidato del FMLN, Mauricio Funes evocó a monseñor Romero. Esa evocación se repitió posteriormente en el momento de su elección y primer discurso. En estos últimos días, dos nuevos acontecimientos marcan el giro en temas relacionados con ese pasado lleno de violaciones graves a derechos humanos.
Casi simultáneamente se ha anunciado la concesión de la orden José Matías Delgado a los seis jesuitas asesinados en 1989 y, pocos días después, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se ha reconocido la responsabilidad del Estado salvadoreño en el asesinato de monseñor Romero. Los gestos son buenos, pero a éstos deben seguir las actitudes profundas y de largo plazo.
En el caso de Romero, son buenas las compensaciones morales, pero no suficientes. Y lo mismo podríamos decir en el caso jesuitas. Tanto Romero como los jesuitas, cada uno en su momento, murieron tratando de salvar vidas, sufrieron intentado poner racionalidad en una sociedad violenta, se esforzaron por ser voz de los pobres y por ayudar a que éstos tuvieran y tengan voz propia en una sociedad que los excluía, marginaba, e incluso maltrataba y perseguía. Fueron y siguen siendo luz porque unieron sus vidas a la de tanta víctima generada por la represión de las reivindicaciones sociales y por el estallido de la guerra civil.
Por esa misma razón, ya la sociedad civil, tanto salvadoreña como internacional, les ha dado compensaciones morales en abundancia. Pero las víctimas por las que ellos murieron apenas han recibido compensaciones. El país no ha analizado con seriedad el gravísimo problema de las masacres, en algunos aspectos semejantes a políticas de exterminio. Y, por supuesto, no ha habido compensación de casi ningún tipo.
Un panorama semejante vemos ante los desastres como el que hoy nos aflige. Seis horas continuas de lluvia han producido una catástrofe impresionante. Cerca de doscientos muertos, más de 7,000 damnificados, destrucción y luto en el país. La solidaridad es ahora indispensable. También lo es organizar con mucha más seriedad la prevención. No podemos continuar manteniendo índices tan altos de vulnerabilidad para nuestro pueblo pobre, que es además mayoritario. No podemos lamentarnos cada año por los desastres y sentarnos después a esperar la siguiente catástrofe. Hay que comenzar a establecer una política de prevención del desastre ya, que ordene el territorio, que compense a las víctimas, que apoye a las personas que viven en zonas de riesgo para que puedan salir de las mismas y asentarse en zonas seguras. Está bien la solidaridad ahora, pero hace falta más. Así como en el caso de las víctimas hace falta una política de reconciliación, apoyada en normas y disposiciones; así también en el caso de las catástrofes es necesario pasar de la solidaridad mostrada tras cada una de ellas a la prevención que disminuya realmente nuestros índices de vulnerabilidad y proteja de la muerte y la desgracia a los más pobres.