Uno de los compromisos fundamentales de los Acuerdos de Paz era la desmilitarización de los cuerpos de seguridad. Y ello con un amplio consenso, que exigía reducir tanto el tamaño de la Fuerza Armada como su influencia y peso en la vida salvadoreña. Desde los años treinta del siglo pasado hasta el fin de la guerra civil, los militares habían gobernado El Salvador o bien habían tenido un poder excesivo en la conducción política del país. Su peso en la defensa de los intereses oligárquicos y retardatarios, su implicación en la represión de aspiraciones democráticas, su protagonismo en graves violaciones a los derechos humanos, su corrupción y enriquecimiento ilícito aprovechándose del poder fueron evidentes en esos sesenta años de influencia y poder. La desmilitarización de El Salvador era, pues, indispensable para vivir en paz y democracia.
El ambicioso programa de desmilitarización de los Acuerdos de Paz, que entre otras intenciones y pactos tenía la superación de la impunidad, se cumplió solo parcialmente. El Ejército se redujo drásticamente en número, la doctrina militar fue revisada, los cuerpos de seguridad vinculados a la Fuerza Armada dejaron de existir, al igual que los macabros batallones de reacción inmediata. Sin embargo, la impunidad se consagró gracias a la ley de amnistía. La depuración del Ejército no afectó a los protagonistas de las más duras violaciones a derechos humanos, y los militares continuaron con injerencia en las labores de inteligencia, a pesar de la expresa prohibición consignada en los Acuerdos de Paz. Además, los sucesivos Gobiernos tras la firma de Chapultepec han sido incapaces de poner al frente de la Fuerza Armada a un civil, pese a la afirmación de los Acuerdos de Paz en torno a la posibilidad, e incluso conveniencia, de dar ese paso.
Esta realización a medias de los Acuerdos ha generado en los últimos años un retorno del militarismo. Inicialmente, la guerra de Irak, a donde fue un contingente militar salvadoreño, a pesar de la clara opinión pública en contra, significó un camino de recuperación de influencia. Al mismo tiempo, fueron ganando peso y número las fuerzas de tarea en que policías y soldados patrullaban juntos zonas problemáticas. La propaganda insistía en que la participación del Ejército lograría reducir la delincuencia. Pero viendo las estadísticas, lo cierto es que, con Ejército o sin él, la criminalidad siguió creciendo ante el deterioro económico y social, unidos a la débil institucionalidad del país. Según datos ofrecidos por el Ministerio de Defensa, la participación de militares en labores de seguridad ha venido creciendo de un modo sistemático y abrumador desde 2006. Efectivamente, en ese año el Ministerio reportaba que 897 militares habían participado en tareas de seguridad pública. El número ha ido ascendiendo año tras año hasta llegar en 2010 a 8,200 soldados. Cifra que se mantiene en 2011.
Esta mayor participación de militares ha corrido en paralelo con el auge y aumento de los homicidios. Homicidios que solo han descendido a partir de la tregua entre las maras, sin que haya pesado en ello el aumento de soldados en las calles o que el Ejército haya duplicado su presupuesto destinado a seguridad pública. Sin embargo, con la excusa de su participación en esa tarea, la Fuerza Armada ha crecido en número de nuevo, casi duplicando la cantidad más baja de soldados a la que había llegado en tiempos de desmilitarización del país. Y, por supuesto, ha aumentado notablemente su presupuesto.
En una realidad de institucionalidad débil, con una historia muy poco democrática y con una tradición de militares politizados y antidemocráticos, el crecimiento del Ejército no augura nada positivo. La necesidad de mejorar la institucionalidad, la capacidad y el número de agentes de la Policía no se ha trabajado en la misma proporción en la que ha crecido el Ejército. Y eso, evidentemente, es un error político y una traición a los Acuerdos de Paz. Mientras otros temas son objeto de discusión permanente, la participación masiva del Ejército en tareas de seguridad y, sobre todo, su enorme crecimiento, así como los rasgos crecientes de autonomía militar y culto a violadores de derechos humanos, están ausentes del debate público. Alertar frente al peligro de un nuevo militarismo es indispensable, así como lo es retomar los Acuerdos de Paz y poner a la Fuerza Armada bajo un efectivo control civil. Los candidatos presidenciales deben pronunciarse al respecto, al menos para que los ciudadanos sepamos si piensan seguir apoyando el desarrollo e influencia del Ejército o cumplir de una vez por todas con el espíritu de los Acuerdos de Paz.