Organizaciones sociales, periodistas, académicos y personas interesadas en el rumbo del país dedican tiempo y esfuerzo a analizar la lógica de actuación del Gobierno de Bukele, pero muy poco a la comprensión de la lógica de la población. Por su naturaleza, cualquier Gobierno está sometido al escrutinio tanto de la institucionalidad pública de control como de las organizaciones que ejercen esa función desde la sociedad. En un contexto en que se ha cooptado la institucionalidad oficial que controla el ejercicio del poder, las instancias ciudadanas han redoblado sus esfuerzos de contraloría, dando cuenta del guion que sigue el Gobierno. Un guion que ha resultado ser clásico.
Primero, lo importante para el populismo autoritario es llegar al poder, valiéndose de marketing, discursos, sondeos de opinión y promesas que no se plantean para ser cumplidas, sino para ilusionar a los electores. Mientras se denigra y desacredita al adversario, la propaganda se encarga de enaltecer las bondades del líder y crear el espejismo de un país feliz si se vota por él. Segundo, el populista autoritario justifica con argumentos dicotómicos (“nosotros contra ellos”, “el bien contra el mal”) la urgente necesidad de su presencia, de su rol que supera la legalidad, a fin de que todos entiendan la obligación de obedecerle.
Tercero, llegado al poder, la meta es quedarse indefinidamente, alargar el mandato todo lo que se pueda. Para ello se reforma la Constitución, se la lee a conveniencia o se recurre a un plebiscito. La continuidad en el poder es requerida para finalizar proyectos inconclusos, limpiar al país de enemigos, alcanzar el paraíso prometido, etc. La legitimidad, además, viene de la aprobación popular, no de la ley. Cuarto, se cambian las reglas y se domestica a las instituciones, de modo que la nueva institucionalidad trabaje toda en función del líder, sin cortapisas ni controles de ningún tipo. Con el tiempo llega la concentración y personalización del poder.
La actual administración no ha hecho más que seguir la ruta de otros populismos autoritarios. Eso no significa que no alarme. Por supuesto, corroborar que el camino andado en Venezuela o Nicaragua es similar al que, de manera mucho más acelerada, se sigue El Salvador, genera temor. Lo que falta explicar es el porqué del respaldo social al presidente. A pesar de las reiteradas advertencias de que el país marcha al despeñadero, una gran mayoría sigue creyendo en quien ofreció una nueva historia de bonanza y verdadera democracia.
A las familias de las zonas marginales parece no importarles que los trescientos dólares repartidos durante la pandemia hayan sido parte de un mecanismo populista y propicio para la corrupción. Los señalamientos y alertas de la sociedad civil crítica no han llegado a quienes han recibido las dádivas gubernamentales con los brazos abiertos después de años de olvido, las personas que están hartas de la violencia y del miedo a las pandillas, aquellos a los que la institucionalidad democrática o el Estado de Derecho nunca les fue útil en su lucha diaria para sobrevivir en medio de un modelo excluyente. En el país se ha entendido bien la lógica del poder, pero no la de la gente. Y en ello radica gran parte del problema para vislumbrar una estrategia alternativa a la del fracaso que se avecina.