Es evidentemente insensata la persona que padeciendo una grave enfermedad y queriendo superarla hace lo contrario de lo que el médico le indica. Sin embargo, cuando se trata de una colectividad, la cuestión no resulta tan obvia. Se queman y talan bosques continuamente, y se siguen construyendo grandes urbanizaciones en zonas de recarga hídrica o sobre mantos acuíferos sin que eso encienda las alarmas. A quienes se oponen a la depredación de los recursos naturales se les tilda de opositores al progreso y se les persigue de variadas formas, incluso atentando contra su vida.
En la actualidad, dejando de lado a los necios, los ignorantes y a quienes no entienden más que de ganancias, los efectos y la dura realidad del calentamiento global no se ponen en duda. Es este un fenómeno planetario que afecta en primer lugar a las familias más vulnerables, las más pobres, pero que a la larga golpeará a toda la humanidad, sin que ninguna suma de dinero sirva para ponerse a salvo. El papa Francisco, en su encíclica Laudato si, reconoce que hemos convertido al planeta en un enorme basurero. Y ante el comportamiento suicida que destruye al medioambiente, propone una revolución cultural. Su término “ecología integral” hace referencia a que no hay una realidad ambiental separada de la realidad humana. Por ende, la crisis ambiental es también crisis humana. Para revertir esta situación son necesarias acciones tanto globales como nacionales y locales.
La misma lógica depredadora y suicida comparten los hacendados que queman la Amazonía pensado que así Brasil se convertirá en una potencia mundial y los empresarios que en El Salvador quieren construir Ciudad Valle del Ángel encima de una zona de recarga acuífera. Todos ellos entienden la naturaleza como un medio para obtener riqueza, no como un bien que hace posible la vida. Todos ellos viven en el inmediatismo, descartando los efectos de sus acciones desde un incendiario afán de lucro. Pero quienes sufren los congestionamientos en el bulevar Integración y son conscientes de que los mantos acuíferos del país decrecen, en promedio, un metro cada año, no les cuesta ver la insensatez intrínseca a la construcción del proyecto Valle del Ángel.
Ciertamente, el país necesita soluciones habitacionales; miles de familias requieren vivienda, pero la satisfacción de esa necesidad no puede pasar por la destrucción del medioambiente. Aprobar ese megaproyecto de construcción bajo el argumento de que abonará al desarrollo de El Salvador es cerrar los ojos a un derrotero que dañará no solo a las comunidades circunvecinas y a las familias que habiten las nuevas casas, sino a la capital entera. Dar el visto bueno a Ciudad Valle del Ángel no sería más que seguir optando por la enfermedad que nos matará a todos.