Otra organización social es posible

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Rodolfo Cardenal
17/11/2022

El papa recordó a la Iglesia salvadoreña, presente en Roma, que mientras haya injusticia, esto es, “mientras no se escuchen los reclamos justos de la gente, mientras no haya signos de madurez en el caminar del pueblo de Dios”, debe levantar su voz “contra el mal […] contra todo aquello que nos aparta de la dignidad humana”. Cuando el papa habla de injusticia, piensa en “los más pobres, los presos, los que no les alcanza para vivir, los enfermos, los descartados”. Esto lo dijo delante del Gobierno salvadoreño, representado por el vicepresidente y su familia al completo.

Los mártires, enfatizó el papa, son “un regalo inmenso” para la Iglesia y el pueblo salvadoreño, por su compromiso con el derecho y la justicia. Se desvivieron para reunir al pueblo, porque sin pueblo, no hay pueblo de Dios. La tarea está inconclusa. Hoy como ayer, el pueblo está disperso, dividido y enfrentado por enemistades, rencores y conflictos. La opresión lo mantiene sometido y el egoísmo lo ha enemistado consigo mismo.

No es pueblo aquel que confía más en la riqueza, el poder y la violencia que en Dios. A veces, el pueblo yerra. Prefiere permanecer en Egipto a levantarse y aventurarse por los senderos de la justicia y la paz. Prefiere la seguridad de los ajos y las cebollas egipcias que arriesgarse a erradicar el egoísmo, el odio, la pendencia y la venganza. Prefiere construir pirámides que recuperar su condición de pueblo, tomar conciencia de lo que es y actuar en consecuencia para el bien de todos. Mientras esto no ocurra, el pueblo errará disperso y será presa fácil de los poderosos.

A pesar de los desvaríos, Dios nunca olvida a su pueblo. Le envía profetas para que hablen en su nombre. La historia reciente del pueblo salvadoreño está repleta de ellos. Los profetas penetraron en la realidad y descubrieron el pecado del pueblo y, también, la presencia de Dios. La palabra profética llama al mal por su nombre, pone en crisis las falsas seguridades humanas y religiosas, e invita a la conversión. Por eso, deviene en contradicción y persecución. Pero también avisa que el Reino de Dios está cerca.

El pueblo de Dios tiene “hambre y sed de justicia”. Pero no es pendenciero, ni revanchista, sino manso y humilde. No enfrenta el conflicto con el insulto y la agresión, sino trabaja por el derecho y la justicia. Se esfuerza para que no haya hambrientos, enfermos, llorosos y perseguidos. Las obras de la justicia traen la paz. A este pueblo, el Evangelio le promete la posesión de la tierra, una cierta materialidad tangible del Reino de Dios. Aquellos que solo tienen ojos y corazón para la ganancia, el abuso y la opresión, no prevalecerán.

El pueblo de Dios es misericordioso. Siente el dolor ajeno y contribuye a sanarlo. Los misericordiosos se compadecen de los afligidos y practican la misericordia con ellos. La cercanía y la identificación son lo contrario a la indiferencia y la permisividad ante los males de este mundo. Ahora bien, la benevolencia con el débil o con quien ya ha sido derrotado es intolerancia ante aquello que causa su aflicción. El pueblo de Dios es limpio de corazón. Su corazón es sincero y no está dividido, sirve lealmente a Dios y a los demás. El corazón limpio es libre del tener y del poder. Por eso, ve a Dios en los pobres.

El pueblo de Dios no añora riquezas. En su seno nadie será rico, tampoco pobre. Habrá abundancia para todos. Una mesa común con manteles largos para todos, decía Rutilio Grande. Cada uno con su taburete, para todos llega la mesa, el mantel y el con qué. La pobreza que bendice el Evangelio es la que se va superando activamente con la construcción del Reino de Dios. Por eso, la promesa a los pobres no es igual a las otras. Al hambriento le promete saciedad y a quien llora, alegría. Pero al pobre no le promete riqueza, sino el Reino de Dios.

La propuesta de las bienaventuranzas es atrevida y, aparentemente, perdedora. Sin embargo, tiene la virtud de romper la cadena del mal. El Espíritu de profecía, recibido en el bautismo, no finge no ver las obras del mal, ni se desentiende de ellas para evitar problemas. El pueblo de Dios adopta una actitud positiva y una práctica diferente ante el ejercicio del poder que se caracteriza por el abuso y la violencia, ante la opresión de los débiles y ante la imposición que suprime las libertades.

Si los poderosos negocian entre ellos para explotar y oprimir, demostrémosles que otra manera de organizar la vida común es posible y necesaria. Una donde prevalezcan el respeto al otro en su diferencia, la comprensión, el entendimiento y la colaboración para el bien de la totalidad. Esta forma de vida es posible y necesaria, porque el dinero y la violencia institucional dejan ruina, desolación y muerte. Los mártires nos exhortan a construir un pueblo donde prevalezca el perdón y la convivencia.

 

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

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