Estimados amigos, muy buenas noches. Es difícil pensar un discurso de cierre de estudios sin recurrir a las congratulaciones por los tenaces esfuerzos; sin agradecer a nuestros familiares por el tiempo y la atención brindados; sin valorar el talento adquirido como vía hacia un futuro prometedor. Son argumentos válidos, en nuestro país y en cualquiera.
La realidad salvadoreña nos reta a visualizar que el enaltecido esfuerzo por un título de educación superior es privilegio; y que el talento adquirido se vuelve deuda social. Y aunque tampoco es nuevo este discurso, por su vigencia, vale la pena enfatizarlo.
En la década de los setenta, Roque Dalton abogaba por ello desde su poema El Salvador será, que les comparto por su brevedad:
El Salvador será un lindo
y (sin exagerar) serio país
cuando la clase obrera y el campesinado
lo fertilicen lo peinen lo talqueen,
le curen la goma histórica
lo adecenten lo reconstituyan,
y lo echen a andar.
El problema es que hoy El Salvador
tiene como mil puyas y cien mil desniveles
quinimil callos y algunas postemillas
cánceres cáscaras caspas shuquedades
llagas fracturas tembladeras tufos.
Habrá que darle un poco de machete
lija torno aguarrás penicilina
baños de asiento besos pólvora.
Las cien mil puyas, desniveles, callos y llagas son parte del hoy. Mas obsérvese que Roque invita al campesino y al obrero a construir la utopía. Parece no confiar en el compromiso de los intelectuales de su época ¿Se equivocaba Roque al ignorarles? Y en la actualidad, ¿podemos los profesionales ser aliados del jornalero, de la vendedora informal, del joven barriero, del campesino, de la trabajadora de maquila? ¿Queremos hacerlo? ¿Con genuina alegría?
El escritor Antonio Emilio Leite relata la historia de un campesino de Mozambique que se levanta de madrugada ante el estruendo de un vehículo que, sin obstáculos aparentes, ha dado vuelta frente a su casa. Sale y observa un camión que aún gira sus llantas al aire, como las patas de un animal mitológico.
La gente de la aldea rodea rápidamente el camión. El campesino se acerca para saber la suerte del conductor. Del auto sale un personaje indignado y hostil que arremete contra la población: cómo se atreven a tener una calle que ha dado vuelta. Ante la proliferación de insultos, la población calla, sumisa. Un niño del lugar se asoma entre las piernas adultas y ofrece vigilar el camión. No gana la atención de ninguno.
Cuando el airado conductor hace pausa, el campesino procede a alentar a la población para enderezar el camión. Sin abandonar su hostilidad, el conductor corrige: “No es el camión lo que hay que enderezar, es la calle la que deben poner como es debido”.
La población da vuelta al gigante de hierro. Puesto sobre tierra, el conductor sube y se marcha echando humo. La población lo mira partir, y cuchichea su indignación. El niño vuelve a acercarse y les dice: “Señores, ¿puedo vigilar la calle?”.
A veces, los profesionales nos conducimos como el conductor en su camión: con las llantas al aire, pretendiendo que la realidad se adecúe a nuestras interpretaciones, mirando con desdén o lástima a quienes sobreviven con lo mínimo. Más de alguno de ellos nos creerá poseedores de la verdad, a tal grado de rogarnos le dejemos vigilar la calle, para que no se gire.
Al final de este trayecto de posgrado es conveniente preguntarnos el para qué de nuestros afanes, para qué un título más. No debería ser para decorar la pared ni para sentir el ego enternecido. Y ciertamente no debería ser para acercarnos al pueblo e inundarlo de desprecio, de conocimientos inútiles e impostados, para luego marcharnos dejando, como el conductor del camión, una estela contaminante detrás de nosotros.
Solo 4 de cada 10 estudiantes de bachillerato acceden a educación universitaria. Muchos menos terminan sus estudios superiores. Los profesionales con título de posgrado somos un 0.64% de la población con estudios medios y superiores.
Felicitaciones, entonces, a quienes, desde este privilegio, pongan manos, mente y corazón para curar fracturas, sacar brillo, dar machete, construir desde nuestro tiempo y espacio ese El Salvador lindo y, sin exagerar, serio que anhelaba Roque. Gracias.