En los textos de lógica formal se encuentra, entre otras, la falacia de la causa falsa, entendida ésta como el procedimiento erróneo de asignar una relación causal donde no la hay. La aprobación del decreto de ley que instituye "la lectura de pasajes de la Biblia diaria y sistemática en todos los centros educativos del país" me ha hecho recordar esta falacia. Los defensores de la lectura obligada de la Biblia sostienen que de esta manera se contribuirá a la restauración de la práctica de valores en la sociedad salvadoreña, que está viviendo una situación de violencia, según ellos, por la "pérdida" de principios religiosos.
Este, ciertamente, es un buen ejemplo de falacia de la causa falsa. Da la impresión que el texto (bíblico) va a resolver el problema del contexto. El facilismo y la evasión de los problemas reales vuelven a surgir entre los señores y señoras diputadas. Son muchas las voces —unas autorizadas y otras no tanto— que han señalado que la violencia y la delincuencia juvenil son fenómenos que obedecen a múltiples causas: violencia intrafamiliar; deserción y expulsión escolar; desempleo; subocupación juvenil; vivir en asentamientos urbanos precarios; crecer en comunidades violentas o con fácil acceso a armas y drogas; emigración e imitación de patrones culturales que privilegian las actitudes violentas; brutalidad o corrupción policial; influencia del narcotráfico, etc. Mientras no se enfrente seriamente este contexto, poco pueden hacer los textos, incluso los sagrados. Todavía pensamos que los graves problemas de violencia pueden resolverse por obra y gracia divina, y sin que se asuman las propias responsabilidades políticas, estatales, institucionales, y personales. Otros más desearían que, ante una realidad que parece una catástrofe sin fin, ocurriera un fin catastrófico. De nuevo, el facilismo irresponsable. El problema no es de texto, sino de contexto. No se trata de si se debe leer o no la Biblia; se trata, más bien, de si se cuenta o no con una política eficaz para prevenir la violencia asociada a la adolescencia y la juventud. Sin olvidar, claro está, el combate al crimen organizado, que implica igualmente políticas de seguridad que ofrezcan resultados.
Ahora bien, no estamos con este comentario quitándole peso al libro sagrado. La Sagrada Escritura, como dice Pablo a Timoteo, "es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas" (2 Tim 3, 16-17). Pero, reconocido esto, la educación o formación en la fe no tiene por qué ser tarea de la escuela pública, y menos en una sociedad laica. Ha de ser tarea de las familias y de las comunidades creyentes. Cierto es que en ambos ámbitos hay serias deficiencias en cuanto formadoras de la fe, pero eso es otro punto. En todo caso, la educación en la fe no puede ni debe ser obligatoria. Dios —el Dios de la Biblia— no nos obliga a creer; nos hace, eso sí, una propuesta de vida, una vida animada por el amor, la verdad y la justicia. El ser humano puede responder, y cuando da una respuesta responsable a esa propuesta, se habla precisamente de fe. Jesús deja claro que sus seguidores necesitarán algunas actitudes básicas: "La semilla que cayó en tierra buena se refiere a los que, después de escuchar el mensaje con un corazón noble y generoso, lo retiene y dan fruto por su constancia" (Lc 8,15). Tres palabras resumen en este texto la condición de todo hombre y mujer que buscan ser discípulos de Jesús: oír (la Palabra), guardar (discernir), fructificar (poner en práctica). No se propone sólo creer, sino enseñar a vivir humanamente (con misericordia).
Monseñor Romero, un claro servidor de la Palabra de Dios, dijo en su momento: "Una Biblia que solamente se usa para leerla, y vivir materialmente apegados a tradiciones y costumbres de los tiempos en que se escribieron esas páginas, es una Biblia muerta. Eso se llama biblismo, no se llama revelación de Dios" (homilía del 4 de junio de 1978). Lo expresado por monseñor nos recuerda que la Biblia no tiene por propósito darnos un catálogo de verdades o de principios morales; su objetivo principal (y de su interpretación) es ayudar al pueblo a descubrir la presencia amigable y gratuita de Dios, y experimentar su amor liberador. La certeza mayor que la Biblia nos comunica es que Dios escucha el clamor de su pueblo oprimido, está presente en la vida y en la historia de este pueblo, y lo ayuda en su liberación. A esto se llama el núcleo de la fe judeocristiana (el principio-fundamento). Sacar los textos de ese contexto global es uno de los graves peligros de las lecturas fundamentalistas de la Biblia, proclives a la manipulación religiosa.
Volvamos, pues, a poner las cosas en su lugar: de un Estado laico (democrático) debe esperarse el respeto y salvaguarda de la multiculturalidad y pluralidad axiológica. El artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos plantea "que toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia". La religión, por tanto, es cosa de los ciudadanos concretos, no de los Estados; a estos últimos les corresponde la protección de ese derecho.
La teología del Concilio Vaticano II favorece una sociedad de carácter laico (donde haya una legítima autonomía entre religión y Estado), pero al mismo tiempo "exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad terrena y de la ciudad celeste, a que cumplan fielmente sus deberes terrenos, guiados siempre por el espíritu del Evangelio. Se apartan de la verdad quienes, sabiendo que no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que por ello pueden descuidar sus deberes terrenos, sin advertir que precisamente por esa misma fe están más obligados a cumplirlos, según la vocación con que cada uno ha sido llamado" (Constitución sobre la Iglesia en el mundo, n.º 43). Las enseñanzas de la Biblia son una condición necesaria y suficiente para posibilitar una humanidad nueva. Pero para resolver problemas concretos (la violencia y delincuencia juvenil), no es suficiente la Biblia; hay que encarar las causas socio-históricas del problema y plantear propuestas de solución razonables.