En su mensaje pastoral rico y prolífico, valiente y profético, hay frases puntuales y declaraciones amplias del cuarto arzobispo de San Salvador recordadas por su claridad y contundencia. Fueron enunciadas desde que ocupó ese cargo hasta su martirio: de marzo de 1977 a marzo de 1980. Pero hay otras, menos conocidas, que antecedieron su pública defensa de los derechos humanos. De igual forma, hoy que se auguran tiempos mejores en su proceso de beatificación, salen a la luz milagros de san Romero de América conocidos por pocas personas; aunque oficialmente no exista declaración al respecto, también los hay. Quizás por el empujón reciente que el papa Francisco le ha dado a su cada vez más cercano ascenso a los altares, hoy se recuerdan y comparten.
De su voz viva, coherente y valerosa desde cuando era conocido y querido simplemente como el padre Romero, existen registros. Siendo secretario de la Diócesis de San Miguel, entre 1961 y 1967, también fue director y editorialista del semanario Chaparrastique. Un texto ilustrativo de su sentir y pensar críticos ante la realidad nacional de esos años lo publicó el 7 de septiembre de 1962 y lo tituló “¿Cuál patria?”. Y así cuestionaba: “¿La que sirven nuestros Gobiernos no para mejorarla, sino para enriquecerse? ¿La de esa historia cochina de liberalismo y masonería cuyos propósitos son embrutecer al pueblo para maniobrarlo a su capricho? ¿La de las riquezas pésimamente distribuidas en que una ‘brutal’ desigualdad social hace sentirse arrimados y extraños a la inmensa mayoría de los nacidos en su propio suelo?”. De este modo hablaba quien diecisiete años y medio después sería inmolado por los intolerantes poderes que denunció muchos años antes de su martirio.
El 8 de marzo de 1964, hubo elecciones legislativas y municipales en el país. De cara a estas, Romero dijo algo que podría retomarse en estos días por su actualidad. “Se ha difamado sin miramientos, hemos visto casos sorprendentes de cambios de opinión política, se cambia de partido como se cambia de camisa... Por conveniencia, no por convicción, se han traicionado amistades que se creían irrompibles, […] desde la radio, se ha jugado con la opinión por fuerza del mal hábito de ciertos locutores a quienes lo que interesa es el dinero y no la opinión […] La política es una pasión creada por Dios para facilitar y enardecer a los hombres en el servicio de la patria. Pero como todas las pasiones, es una espada de doble filo; si no se esgrime en servicio del pueblo, destroza honores comenzando por el propio del que la maneja”, denunció.
Por críticas similares, el Gobierno ya había cuestionado a Romero. En concreto, el ministro del Interior, coronel Fidel Sánchez Hernández, le reclamó al obispo migueleño por la intromisión de su subalterno en política. Monseñor Miguel Ángel Machado y Escobar respaldó al sacerdote asegurando que había “hablado de política, pero en cumplimiento del deber de la Iglesia de orientar la conciencia del pueblo acerca de sus deberes de ejercer su acción política conforme a su conciencia y no por momentáneas conveniencias demagógicas”.
Un último ejemplo de la precisión de sus posturas. El 5 de junio de 1964, Romero publicó su respuesta a quienes veían la fe cristiana como una evasión de la realidad terrenal. “La religión —escribió— eleva a los cristianos no haciéndolos escapar a los problemas que tienen aquí abajo, sino haciéndolos capaces espiritual y humanamente de enfrentarse con ellos y transformarlos. Como cristianos, nuestra mejor adhesión a Dios debe hacernos ser fieles a lo real de este mundo, porque es necesario ser fiel a lo real para ser fiel a la gracia. Es necesario construir la comunidad. No hay que poner a Dios al lado de lo real y fuera de este mundo, ya que amar a Dios es amar todo lo que Él nos ha dado. Amar a Dios verdaderamente es amar en Él a todos nuestros hermanos”. Como arzobispo, todo eso lo resumió en su divisa: “Sentir con la Iglesia”.
Y lo hizo hasta cumplirle al evangelista, porque no hay amor más grande que el de quien da la vida por sus amigos. Fuera de este mundo, ya consagrado por el pueblo más allá de las fronteras salvadoreñas, Romero siguió sintiendo con la Iglesia universal. De ahí sus milagros, escalones en el camino para la confirmación vaticana de lo que ya es: un santo. De ello da fe el siguiente testimonio de alguien muy cercano a él; íntimamente cercano, como lo muestra su relato.
A raíz de la noticia del papa sobre Romero, una querida amiga de muchos años me envió un mensaje que me sorprendió muchísimo. Se trata de la prolongación de la vida y la muerte de su padre, aferrado a un pequeñísimo retazo de la camisa corta que tenía puesta monseñor la noche de su muerte. Hace más de diez años, le di a ella un pedacito de la misma, que sutilmente recorté al presenciar la autopsia del cadáver. Fue cerca de las diez y media de la noche trágica del 24 de marzo. A eso se refiere ella como el milagroso hecho de prolongar la vida de su padre, ante la incredulidad de los médicos que le dieron muerte diagnosticada en seis meses. Sobrevivió diez años. ¡Increíble! No tenía idea.
Aquella noche, durante el cruento examen forense al cuerpo de Romero, en el piso superior del Hospital Policlínica Salvadoreña, solo estábamos cinco personas: los forenses, dos curas y el disector que le rompió el esternón con un cincel. En medio de ese cuadro oscuro, crudo y misterioso, nadie se dio cuenta de mi osadía, aunque pienso que a nadie le importaba que recortara alguna de las vestiduras personales del arzobispo asesinado. Ya habían diseccionado —triturado, literalmente— todo el pecho del arzobispo: desde donde penetró la bala 25, cerca del corazón, hasta la quinta dorsal. Las dos camisas que usó esa desdichada tarde se las quitaron del cuerpo inerte. Ahí también se perdieron sus zapatos, entre otros objetos personales, antes de entregar el cuerpo a la funeraria para embalsamarlo por ocho días.
Aunque yo no creo en esas cosas, catorce años después de esa noche de miedo y tragedia nacional, recorté un pedacito del pedacito original y pensé que a mi buen hermano, que murió en 1994, le iría mejor al final de su vida. No fue así. Por eso me sorprende la crónica muy breve de mi amiga, hoy. Poco antes le di, en mano, otro misérrimo pedacito de la ropa del santo a una heroína defensora de derechos humanos en medio de la selva urabeña colombiana, con el cuento de que le ayudaría mucho a aplacar y a contener la furia de sus enemigos. Todavía hoy está viva y muy agradecida.
Son, pues, tres ínfimos cachitos de la camisa del mártir con destinos diferentes. Uno murió, y se la llevó consigo; al otro, ese retacito de tela le prolongó su vida por diez años ante la muerte anunciada; y a la otra, le dio más vida para que defendiera los derechos de sus prójimos, y sigue viva.
¿Qué más decir ante la palabra viva del profeta, ante esa exposición fervorosa de dos milagros del santo? Precisamente que reconozcan eso, pero con el arte del primo Pikín Cuéllar:
Nos piden milagros allende el mar, historias grandiosas para no dudar del juicio de quienes lo vimos pasar, amando a su pueblo… moviendo a pensar... Los ojos humildes supieron brillar; los paralizados pudieron marchar; los siempre olvidados ganaron lugar; los templos de piedra se hicieron hogar… Proclámenlo santo, proclámenlo santo, proclámenlo santo, haciendo sanar los ríos de llanto, mordaza y espanto. ¡Proclámenlo santo, siguiendo su andar! Escombros que gritan no pueden probar; pupilas de hielo no ven aletear el soplo inspirado que le hizo entregar su amor desbordado, ciñendo el altar. Una flor marchita reviste su ajuar; un árbol talado vuelve a retoñar; un ave abatida retorna a volar; una voz callada no para de hablar... Proclámenlo santo, proclámenlo santo, proclámenlo santo, haciendo sanar los ríos de llanto, mordaza y espanto. ¡Proclámenlo santo, siguiendo su andar!