El 11 de octubre de 2012 se cumplirán cincuenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II. Con esta conmemoración en mente, el papa Benedicto XVI ha querido convocar un "Año de la Fe" desde ese día hasta el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo Rey y último día del año litúrgico. La ocasión es propicia para hacer memoria del Concilio Vaticano II y decir una palabra sobre su novedad histórica-teológica. Lo haremos a partir del pensamiento de uno de los principales protagonistas de este concilio, el papa Juan XXIII. En su discurso inaugural (1962), tipifica el sentido y origen del Vaticano II con los rasgos que exponemos a continuación.
Un concilio ecuménico. Para Juan XXIII, el concilio debía tener un carácter ecuménico, esto es, buscaría posibilitar la relación entre la Iglesia y el mundo, y tender puentes entre el universo cristiano y las demás religiones. Los tres años de preparación laboriosa, abiertos al examen más sabio y profundo de las condiciones modernas de la fe y de la práctica religiosa, los interpretó el papa como una primera señal de esta naturaleza ecuménica.
Un concilio abierto a las exigencias del mundo moderno. Según Juan XXIII, lo que principalmente atañe al concilio ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. Pero, al mismo tiempo, tiene que mirar al presente, considerando las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno, que han abierto nuevas rutas al apostolado católico. "Nuestro deber", exhortaba el papa, "no es solo custodiar ese tesoro precioso, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos. La tarea principal de este concilio no es, por tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo difusamente la enseñanza de los Padres y teólogos antiguos y modernos, que suponemos conocen, para eso no era necesario un concilio. Una cosa es la sustancia del depositum fidei, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran en cuenta las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral".
Un concilio que busca la actualización de la Iglesia. Juan XXIII comienza reconociendo el valor que ha tenido la teología como explicitación del depositum fidei (verdades necesarias para nuestra salvación). Conforme a esta teología, dicho depósito ha sido confiado al magisterio, el cual lo conserva fielmente, lo defiende celosamente y lo interpreta auténticamente. No obstante, Juan XXIII pretendió ir más allá. Su propósito era poner al día a la Iglesia, es decir, adecuar su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados errores y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales. Para conseguir este cometido ya no era suficiente una teología para el consumo interno de la Iglesia, preocupada solo por la formulación de los contenidos de la fe, y descuidando el carácter existencial e histórico de la fe cristiana.
Un concilio que propicia un nuevo modo de hacer teología. La nueva teología que deriva del Concilio Vaticano II, y que Juan XXIII promovió, permite a este saber descubrir nuevos campos y nuevos objetos de reflexión. La tradición teológica ya había sistematizado, de forma bastante rigurosa, los temas propiamente teológicos: Dios, Jesucristo, la revelación, la salvación en el Hijo, los sacramentos, etc. El nuevo desafío que se presentaba consistía en pensar teológicamente determinadas realidades que, de por sí, no se apreciaban como teológicas, sino como profanas y seculares; por ejemplo, la política, el trabajo, la economía, la tecnología, la pobreza, la propiedad, la verdad, la libertad y la justicia.
El "papa bueno" —como se le llamaba— no solo había incentivado a cultivar este modo de hacer teología, sino que él mismo la había desarrollado en sus encíclicas Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963). En la primera resalta las desigualdades existentes, sea entre los distintos sectores económicos, sea entre países y regiones; al tiempo que concretaba las bases de un orden económico centrado en los valores del ser humano. En la segunda, ante el peligro de una nueva guerra nuclear, el papa hace un llamado urgente a construir la paz basada en el respeto de las exigencias éticas que deben regir las relaciones entre los seres humanos y entre los pueblos.
Un concilio atento a los signos de los tiempos. Plantear la misión de la Iglesia en el mundo moderno exigía también, a criterio del papa, descubrir nuevos campos y nuevos objetos de reflexión. Ambos aspectos fueron ubicados en lo que se denominó los "signos de los tiempos", es decir, los grandes hechos, acontecimientos y actitudes o relaciones que caracterizan a una época. Reconociendo que la historia de salvación es una salvación que se realiza en la historia, es necesario, por tanto, escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio.
Un concilio que enfrentó resistencias. Finalmente, Juan XXIII señaló en su momento que el esfuerzo por realizar un concilio de tal naturaleza no se haría sin oposición. Las primeras reacciones contrarias planteaban que la convocatoria era precipitada, producto de la inexperiencia del papa. Por su parte, el pontífice criticó la actitud de personas y grupos que no veían otra cosa que prevaricación y ruina en los tiempos modernos. Se refería a aquellos para los que el presente, en comparación con las pasadas etapas históricas, ha empeorado, y se comportaban como quienes nada tienen que aprender de la historia.
Ahora bien, una vez acabado el Vaticano II, se impulsó su aplicación en los diferentes continentes. En este sentido, hubo reuniones en África (1969), Asia (1970) y América Latina (1968). Sin embargo, la reunión del episcopado latinoamericano en Medellín no se limitó a replicar el concilio a América Latina, sino que hizo una relectura del Vaticano II desde América. Su postura fue profética: denuncia las estructuras de pecado y opta por los pobres. Aquí radica, en gran medida, el aporte de la Iglesia latinoamericana a la Iglesia universal. Algunas de las intuiciones fundamentales de Medellín derivadas de su relectura del Vaticano II, las veremos en otra oportunidad.
De momento, solo hemos querido hacer memoria de la enorme relevancia del Concilio Vaticano II para la fe cristiana y la vida humana. Memoria que, 50 años después, parece eclipsada, tirada al olvido o sustituida por otros documentos que no están a la altura teológica y pastoral del Vaticano II. Qué bueno que el papa Benedicto XVI nos haya traído a la memoria colectiva y eclesial este concilio que derribó muros, tanto objetivos como subjetivos, que distanciaban a la Iglesia de la realidad. Muros que por momentos parecen resurgir. De ahí que es responsabilidad del papa, de las jerarquías y del pueblo de Dios mantener viva esta memoria que representa un punto de cambio fundamental en la historia de la Iglesia y en la comprensión e interpretación de nuestro mundo.