Los hombres fuertes están de moda en la política. Son autoritarios porque su voluntad, frecuentemente un capricho, es ley; sus colaboradores no cuestionan sus decisiones (de estos se espera obediencia ciega, no competencias ni pensamiento). Son jefes de temperamento irascible e impredecible. Rencorosos y vengativos. Centralizan en ellos el rumbo gubernamental, con lo cual se hacen directamente responsables. Pero solo se hacen cargo de lo que les sale bien. Lo que les sale mal lo dejan de lado como si nunca hubiera ocurrido.
Están convencidos de que todo lo que piensan, dicen y hacen es extraordinario. Nadie lo hizo antes, porque son genios en el arte de gobernar. Derrochan grandilocuencia. Son aficionados a los adjetivos superlativos absolutos para expresar sus cualidades con la máxima intensidad posible. Todo lo relacionado con ellos es buenísimo, brillantísimo o bellísimo. Tienen gran debilidad por los dorados, la pompa y el oropel de la monarquía absoluta del siglo XVI. Cada uno se considera un ejemplar único en su especie, pero todos son iguales. Todos se comportan de manera similar. Solo los diferencia el poder que detentan: no es lo mismo el gobernante de una potencia mundial que el de un país africano o latinoamericano arruinado.
Estos líderes acuden al cristianismo para alimentar su autoritarismo. La laicidad del Estado y la poca o nula relevancia de la fe en su vida son irrelevantes. Su oración tiene mucho de la plegaria del fariseo en el templo. Solo hablan de sí mismos y de sus méritos, mientras desprecian a los demás por no ser como ellos. Imponen en la sociedad valores morales que no observan. Con la misma frialdad con la que instrumentalizan a quienes los rodean, manipulan el nombre de Dios. Predican paciencia y resignación cristiana, pero olvidan el derecho y la justicia del reino de Dios. Su religión mira solo al cielo para no mirar la crisis de humanidad que los rodea.
El entorno en el que estos personajes se mueven es tan cerrado que no se percatan del caos que causan, tanto nacional como internacionalmente. Hoy dicen y mañana se desdicen. Prometen por vicio. Todos les es debido, pero ellos no deben nada a nadie. Están tan absorbidos por su yo que no son conscientes de la incertidumbre y el desconcierto que siembran a su alrededor. Los mercados y las bolsas lo resienten con graves consecuencias negativas.
El gobernante autoritario llega al poder impulsado por expectativas de novedad, pero acaba creando más problemas que soluciones. La experiencia comprueba una y otra vez que son perjudiciales para los derechos y la dignidad humana. Restringen severamente la libertad de expresión, porque son hipersensibles a la crítica. Acosan a los detractores, los encarcelan con cargos no probados, los exilian y eventualmente los asesinan. La corrupción es rampante. Sus defensores no lo niegan, pero lo justifican como daños colaterales. Algunos alegan que si bien roban, también hacen cosas buenas que antes no se hacían. Y que esta clase de liderazgo es necesario para cohesionar la sociedad y engrandecer a la nación.
Está demostrado que estos alegatos son errados. Los resultados económicos hablan por sí mismos. El Salvador no es la excepción. Informes de varios organismos internacionales registran el estancamiento de la economía, el aumento de la pobreza extrema y la amenaza de una crisis financiera de grandes proporciones. El énfasis en la tecnología, la reducción de los impuestos y la desregulación no han conseguido dinamizar el crecimiento económico. El país capta más dólares por las remesas que por las exportaciones. Esos dólares constituyen la principal fuente de ingresos de los hogares más pobres y, por tanto, están destinados al consumo. El ahorro es mínimo. El reducido crecimiento económico se traduce en menos recaudación de impuestos y en más deuda. Un círculo vicioso difícil de romper.
A veces, los líderes autoritarios llegan al poder con buenas intenciones y comienzan a gobernar de forma bastante competente. Pero con el tiempo, su gestión se vuelve cada más ineficiente. La centralización es inviable, la inversión no llega y la economía se paraliza. Simultáneamente, las redes clientelares se estrechan, se vuelven más exclusivas y se valen de los medios a su alcance para aumentar bienes y fortuna. La institucionalidad democrática es declarada obsoleta y reemplazada por un régimen donde la riqueza de unos pocos crece desaforadamente, mientras la mayoría se hunde en la pobreza.
Las sociedades democráticas no son perfectas. Más aún, tienen muchas deficiencias. Pero ofrecen unas garantías que la dictadura niega por su misma naturaleza: respetan la institucionalidad, la independencia de poder y la libertad de expresión y protesta. No pueden evitar el mal gobierno y la corrupción, pero cuentan con medios eficaces para contrarrestarlos. Precisamente, esto es lo que la hace insoportable para la dictadura.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.