No obstante el avance de las medidas extraordinarias y la aprobación del endurecimiento de la represión por parte de la mayoría de la opinión pública, cabe preguntarse por la conveniencia de esa aproximación a la violencia de las pandillas. Hay razones para pensar que, en lugar de erradicar sus raíces, solo se presta atención a sus síntomas. Si este fuera el caso, la permanencia de las raíces hará que en un futuro no lejano, dadas las condiciones adecuadas, la violencia volverá a azotar a la sociedad con la irracionalidad, la brutalidad y la destrucción que la caracteriza.
Los especialistas coinciden en que la conducta violenta está intrínsecamente ligada a la autoimagen del individuo, la cual se constituye a través de las relaciones sociales, en un determinado contexto socioeconómico y cultural. Un entorno donde la privación del respeto, el orgullo y la dignidad es máxima impulsa a quienes viven en él a actuar de manera violenta. En esas circunstancias de absoluto despojo, el respeto a sí mismo es lo único que queda al individuo, y para preservarlo está dispuesto a sacrificar cualquier otra necesidad, incluidas las biológicas. Al aproximarse al punto donde solo encuentra humillación y vergüenza, el instinto de sobrevivencia lo impulsa a actuar para no perderse en la negación total. Entonces, el individuo es capaz de cualquier renuncia, incluso está dispuesto a sacrificar su cuerpo, con tal de prevalecer y recuperar su dignidad y orgullo.
El Gobierno y la sociedad salvadoreña tienen confianza ciega en las medidas represivas. Pero estas, al humillar y avergonzar, aumentan la disposición a recurrir a la violencia en cuanto se presente la oportunidad. Por eso, los castigos severos no arrojan el resultado deseado. En realidad, no tienen otra finalidad que humillar y avergonzar. En El Salvador, la cárcel no está pensada para la rehabilitación. En ese sentido y contrario a lo que promete el discurso social y político, consolida la conducta violenta.
Dicho esto, cabe reconocer que no es fácil descifrar las motivaciones que impulsan al individuo a actuar de manera violenta. Por eso, los entendidos hablan de factores de riesgo, cuya presencia activa puede aumentar la probabilidad de tal comportamiento. Entre esos factores incluyen la ausencia de familia, de afecto y de vigilancia parental en la infancia; la disponibilidad de drogas y de armas de fuego; y la privación de educación, salud, empleo, aceptación social, oportunidades y futuro. Todas ellas son carencias que humillan, avergüenzan e indignan. Estas no son causas, sino simples factores que potencian o desactivan la posibilidad de una conducta violenta.
La violencia es así un medio para reducir la intensidad de la humillación y la vergüenza, y para transformarlas en orgullo. La violencia es el instrumento para hacerse respetar y, por lo tanto, para ser tomado en cuenta. La violencia es poder, y por eso precisamente los partidos políticos han negociado con las pandillas. En realidad, es un poder de destrucción, pero poder al fin de cuentas. Aparentemente, quienes así actúan no han encontrado otra alternativa a su disposición para ser respetados.
Se puede objetar que no todos los humillados, avergonzados y rechazados actúan violentamente. De hecho, la gran mayoría no lo hace nunca por la sencilla razón de que posee medios no violentos para preservar su dignidad, porque no está dispuesta a pagar el alto costo de esa conducta o porque posee sentimientos de culpa, miedo o amor, los cuales reprimen el impulso agresivo. Pero un sector significativo de la juventud salvadoreña no dispone de esos medios no violentos. La violencia sería así el último recurso desesperado para no desaparecer. La extremada situación de despojo y privación ha marcado el límite que no se puede sobrepasar sin provocar una conmoción social como la que experimenta El Salvador actual.
La conducta violenta es evitable si los factores de riesgo disminuyen. De ahí la importancia estratégica de concentrar las energías y los recursos en la prevención primaria más que en la represión. Indudablemente, esto es más positivo que agotarse en amenazas, diatribas morales e interminables discusiones. Por lo tanto, sin una reforma radical de la sociedad y de su cultura, la represión solo suprime los síntomas. El acercamiento entre el Gobierno y la gran empresa privada ofrece una buena oportunidad para comenzar a hablar de las reformas que reduzcan los factores de riesgo.