En una breve y cercana plática que el padre Rodolfo Cardenal, en tanto miembro de la comisión de beatificación de Rutilio Grande, tuvo con el papa Francisco, el obispo de Roma le preguntó si la comisión ya tenía el milagro. Cardenal le respondió que no, que él no sabía de ninguno. Entonces el papa le dijo, riéndose, que ya había uno, que Rutilio ya había hecho un gran milagro. El padre le preguntó cuál era ese milagro. Y Francisco le dijo que el gran milagro de Rutilio Grande era monseñor Romero. ¿Qué significan estas palabras del papa? ¿En qué consiste el milagro? ¿Qué revela de Rutilio? Intuimos que en el juicio del obispo de Roma están presentes los testimonios de algunos de los colaboradores más cercanos de monseñor Romero y del pueblo mismo, que han sustentado y divulgado esta opinión. En el ámbito teológico, dos testimonios son especialmente importantes, tanto por la ejemplaridad de vida de quienes los ofrecieron como por la calidad del servicio que dieron a monseñor.
Nos referimos a las interpretaciones de dos sacerdotes y teólogos jesuitas: Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. Ambos coinciden en que se dio un cambio súbito fundamental en la vida de monseñor Romero a raíz de la muerte martirial de Rutilio Grande. Aunque no usan explícitamente la palabra “milagro”, sí ponen énfasis en que ese hecho desencadenó algo nuevo y profundo en la vida de monseñor Romero, que lo llevó a constituirse en el gran regalo de Dios a la arquidiócesis y al mundo. Un regalo que inspira e interpela. Un signo de salvación que redime y humaniza. Veamos, brevemente, algunas de las implicaciones principales que, según Ellacuría y Sobrino, tuvo para el beato Romero la vida y martirio de Grande.
El asesinato del padre jesuita, afirma Ellacuría, sacudió la conciencia de Romero:
Se le rompieron los velos que le ocultaban la verdad y la nueva verdad empezó a apoderarse de todo su ser. No fue inicialmente un cambio subjetivo, sino una transformación objetiva. Se le descubrió algo que antes no había visto, a pesar de su buena voluntad y de su pureza de intención, a pesar de sus horas de oración y de su ortodoxia repetida, de su fidelidad al magisterio y a la jerarquía vaticana […]. Vio algo objetivamente nuevo y esto lo transformó.
Esto nuevo, según Ellacuría, fue, en un primer momento, la verdad deslumbrante de un sacerdote que se había dedicado a evangelizar a los pobres y que, por esa causa, era asesinado. Asimismo, recuerda que otros obispos y otros cristianos vieron en el martirio del padre Grande un suceso político e incluso dieron interpretaciones distorsionadas. Monseñor Romero, en cambio, vio la verdad. Y entonces se le reveló que en El Salvador ser apóstol significaba ser profeta y mártir. Para Ellacuría, tras esta conversión inicial, monseñor Romero entró en una nueva etapa, en una conversión profunda de su misión. Hasta entonces, se había preocupado “también” por los pobres y oprimidos; luego, ellos se convierten en el centro orientador de su pastoral. En esto consistió la conversión apostólica de monseñor Romero.
El padre Sobrino habla también de la conversión de monseñor Romero. Recuerda que el beato conoció muy bien a Rutilio, a quien consideraba un sacerdote ejemplar y un gran amigo. Sin embargo, acota Sobrino, no compartía la pastoral de Rutilio en sus años de Aguilares; le parecía demasiado politizada y horizontal. En consecuencia, el padre Grande representaba para Romero un problema y un enigma: por una parte, era el sacerdote virtuoso, celoso, verdaderamente creyente; por otra, su misión pastoral le parecía incorrecta. Ese enigma, enfatiza Sobrino, es lo que se esclareció con el asesinato de Rutilio. A monseñor Romero se le cayó la venda de los ojos. El padre Grande tenía razón. El tipo de pastoral, de Iglesia y de fe que promovía era verdadero. Más aún, si Rutilio murió como Jesús, si mostró el mayor amor al entregar su vida por los hermanos, es que también su vida y su misión habían sido como las de Jesús. En pocas palabras, Rutilio había sido un insigne seguidor de Jesús.
El cambio radical de Romero, explica Sobrino, no consiste en dejar de hacer el mal para hacer el bien, sino en captar y poner en obra la voluntad de Dios. Esa voluntad, dice, se le debió presentar muy novedosa ante los cadáveres de Rutilio y los dos campesinos que le acompañaban, que sin palabras le preguntaban qué iba a hacer. En definitiva, Sobrino cree que la muerte de Rutilio fue lo que sacudió a monseñor Romero y le dio la fuerza para un nuevo hacer, y que la vida del jesuita le dio la dirección fundamental también a su propia vida. Por eso, asegura, en aquellos días se hablaba de la conversión de monseñor Romero como del “milagro de Rutilio”.
Finalmente, esta versión del milagro de Rutilio la encontramos también entre el pueblo. Recordemos el testimonio de Ernestina Rivera, miembro de las comunidades cristianas que estuvo presente en la vela del padre Grande. Su relato lo encontramos en el libro Piezas para un retrato, de María López Vigil:
Era medianoche cuando llegó Monseñor Romero a verlo muerto. Se acercó a la mesita donde lo pusimos, envuelto en su sábana blanca, y allí quedó mirándolo y en el modo de mirarlo se echaba de ver cuánto lo amaba él también. No lo conocíamos a Monseñor hasta entonces. Y esa noche le oímos por primera vez la voz en una predicación. Cuando lo vamos escuchando fue la gran sorpresa. —¡Ay, hasta es la misma voz del padre Grande! —eso dijimos todos. Porque nos pareció que allí mismo la palabra del padre Rutilio se traspasaba a Monseñor. Allí mismo, meramente. —¿Será que Dios nos hace este milagro para que no quedemos huérfanos? —le dije quedito a una mi comadre.