Cuando el discurso antimigrante crece en el mundo y cuando en Estados Unidos gana las elecciones una persona que trata de sumar votos, y parece que los sumó, insultando y zahiriendo a los migrantes, es necesario hablar bien de ellos. Así hizo Jesús de Nazaret cuando vio a una viuda echando en el arca del templo lo poco que tenía para vivir, rodeada de escribas que depositaban sus limosnas más abundantes con el ansia de que los vieran. Habló bien de la pobre y criticó a quienes buscaban publicidad. Criticar a los migrantes, acusarlos de ladrones y salvajes, es desconocer la calidad de personas capaces de arriesgar la vida por mejorar tanto la propia situación como la de su familia. Gente mayoritariamente generosa, llena de esperanza y capaz de soportar con paciencia trabajos que ya no quieren aceptar muchos de los que se consideran nativos, aunque sean hijos de migrantes. Ningún país en que los ciudadanos se quejan de los migrantes fue cuna de la humanidad. Al contrario, todos fueron haciéndose a base de migraciones. El derecho a migrar ha estado vigente desde los inicios de la humanidad. El odio a los migrantes pobres de países pobres, al menos como lo conocemos ahora, todavía no ha cumplido un siglo.
Los migrantes siempre mejoran la situación de los países que los reciben. Lo vemos incluso en el fútbol. No llegan a robar sino a trabajar. Aportan cultura, diversidad, espíritu de desarrollo, creatividad y con frecuencia incluso renovación religiosa. Puede haber algunos que se entreguen al delito y al crimen. Pero en eso suelen tener maestros en los nativos. La corrupción, los delitos de cuello blanco, la locura de empezar a disparar a mansalva matando inocentes en las calles o en las escuelas no es un invento de los migrantes. Es cierto que una migración ordenada es mejor que una desordenada, pero los países ricos no han trabajado adecuadamente ni la migración ordenada, ni la solidaridad debida a los países pobres. Desde 1970 se viene hablando de que los países desarrollados entreguen el 0.7% de su producto interno bruto al desarrollo. Muy pocos lo están haciendo. Y el 0.7% de lo que producen no es una cantidad que pueda poner en crisis a los países ricos, teniendo en cuenta que el 0.7% de mil dólares son simplemente 7 dólares. Una inversión seria en el desarrollo de los países empobrecidos limitaría mucho más la migración irregular que los muros y los blindajes fronterizos.
En El Salvador, los migrantes aportan al mantenimiento económico de sus familias mucho más de lo que los países desarrollados dan para impulsar el desarrollo. No es raro, pues, que quienes aman a sus familias tengan en su imaginario la migración como un camino de superación de la pobreza de sus seres queridos. En este sentido, la migración no solo es ventajosa para los pobres y beneficiosa para los ricos, que se aprovechan de la mano de obra barata, sino que además es también éticamente provechosa para los Estados ricos: les ayuda a recordar sus obligaciones de solidaridad internacional y les pone en alerta sobre las raíces del racismo, que permanecen demasiado vivas en buena parte de los países desarrollados. El miedo de algunos líderes políticos del primer mundo a sus propios ciudadanos cuando asoman diversas expresiones de “supremacía blanca” deja en evidencia el escaso nivel moral de ciertas formaciones partidarias. Afortunadamente, continúan activos en el primer mundo sectores solidarios, tanto religiosos como humanistas, que tratan de hacer conciencia sobre el valor y el respeto debido a los migrantes y sobre la ayuda al desarrollo de los países en los que la pobreza injusta expulsa a las personas. En los momentos actuales, en los que el egoísmo racista levanta sus miedos en muchas partes del mundo, resulta imperioso elevar juntos la voz defendiendo a los migrantes.