“Puesta nuestra fe en Dios”, reza ahora el oficialismo. Pero su práctica contradice su confesión de fe. Es doctrina cristiana tradicional que la fe sin obras es una fe muerta. Haber agregado esa sentencia al acervo nacionalista no le infunde vida. El primer mandamiento es incompleto sin el segundo: amarás no solo a quien está próximo, sino también a quien necesita proximidad. El oficialismo solo mira por sí mismo y los suyos. Dice poner su fe en Dios, pero no tiene obras que lo verifiquen. Su confesión es vacía y está muerta. Quizás convenza a quienes quisieran que así fuera.
Dios acompaña y ayuda, pero a Dios hay que ayudarlo a transformar la realidad. Dios quiere y necesita de la colaboración humana para salvar su creación. “Tomó pues Yahvé Dios al hombre y lo dejó en el jardín de Edén para que lo labrase y cuidase” (Gn 2, 15). Ese es el primer encargo. No cualquier transformación —menos aún las ocurrencias y los caprichos de los egos desmedidos—, sino la transformación que preserva la creación y salva a la humanidad. La fe compromete con el cuidado de “la casa común”, depredada por la ambición humana, y con la liberación de los pobres, despojados por la avaricia de unos cuantos.
En lugar de cuidar de la creación, el oficialismo, en nombre del progreso, favorece la devastación de un medio ambiente ya bastante asolado. En vez de ocuparse de las necesidades vitales de las mayorías, reduce la inversión social y aumenta desmesuradamente la del Ejército y la Policía. En lugar de ocuparse del desempleo, del hambre y de la enfermedad, promueve una criptomoneda con costos altísimos para el erario nacional, pero que satisface intereses egoístas. Si el oficialismo tuviera su fe puesta en el Dios de Jesús, consolaría a los familiares de los desaparecidos, ayudaría a las familias que luchan por educar a su descendencia, defendería a las víctimas de los abusos de policías y soldados, y no toleraría más desapariciones. El oficialismo no está interesado en aligerar las pesadas cargas del pueblo salvadoreño, sino en enaltecer a Bukele. En el mejor de los casos, hace obra buena si contribuye a su mayor gloria.
Vacilante e inmaduro, el oficialismo ha puesto su seguridad en el fanatismo ciego y en la intolerancia radical, características de una fe pervertida. Obedece con presteza, sin rechistar, porque su permanencia en el cargo depende del supremo. Retiene el cargo, pero se envilece. Al volverse hacia un absoluto que le dé seguridad, se fabrica un dios a su medida. Uno que satisface sus aspiraciones inmediatas. Así, se sirve de Dios para promover y defender el ídolo creado a su imagen y semejanza. Manipula a Dios en beneficio propio y presenta su práctica como servicio a ese Dios. Jesús ya avisó a sus discípulos que los matarían pensando hacer un servicio a Dios (Jn 16, 2). Eso mismo pensaron los asesinos de los mártires de la Iglesia salvadoreña.
La próxima beatificación de cuatro de ellos recuerda al oficialismo confesional que quienes los asesinaron todavía gozan de impunidad. Mientras la Iglesia reivindica públicamente la vida y entrega desinteresada al pueblo salvadoreño de esos cuatro mártires, el régimen protege a los homicidas. La beatificación es una oportunidad para que el oficialismo condene estos asesinatos y promueva la justicia con el mismo tesón con el que dice perseguir la corrupción. Mientras tanto, la beatificación denuncia implícitamente al Estado por negar la justicia a las víctimas de los crímenes de guerra. La captura de algunos oficiales acusados de una masacre es insuficiente; simple autocomplacencia. No pueden tener su fe puesta en Dios quienes condonan el asesinato de sus hijos e hijas más queridos. Ese es el sentido profundo de la beatificación de los dos campesinos asesinados con Rutilio Grande.
La sentencia oficialista no solo es contraria a la laicidad constitucional del Estado, sino también a la fe en el Dios de Jesús, cuyo nombre toman en vano para justificar el autoritarismo, la violencia, la represión y su bien vivir. Jesús advirtió que “No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). La fe cristiana no está al alcance del oficialismo, porque tendría que renunciar al fanatismo, a la intolerancia y a su confort. No ha captado que el Dios bíblico se revela en la defensa de los derechos de las víctimas. El oficialismo no es religioso ni defensor de Dios, sino idólatra y enemigo de Dios. La idolatría es para la Biblia el peor enemigo de Dios. Y para los profetas, la idolatría más peligrosa no es simplemente adorar a un dios falso, sino adorar falsamente al Dios verdadero. Solo este Dios puede liberar al oficialismo de la tentación del fanatismo y de la intolerancia.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.