José P., de 27 años, fue capturado por unos soldados un día de agosto de 1986. A José y a sus familiares no les dijeron los motivos de su captura. Desde ese momento comenzó el suplicio. Le amarraron los pulgares con los brazos hacia atrás y lo subieron a un camión. Al llegar a un cuartel, lo ataron a una pared y lo colocaron como una piñata. Lo golpearon en todo el cuerpo y lo amenazaron con matarlo. Le pusieron un cuchillo en la garganta y una pistola en la sien. Luego, atado, esposado y vendado, lo subieron a un helicóptero para trasladarlo a otro cuartel. Lo acusaron incesantemente de pertenecer a la guerrilla. José reclamaba que efectuaran una investigación: sostenía que no le podían acusar sin pruebas. José les decía a sus torturadores que él se dedicaba a trabajar la tierra, que tenía testigos. En los cuarteles le respondían lo mismo: la única investigación consistía en matarlo.
Las torturas aplicadas a José se cuentan entre los 8,279 casos que la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador (no gubernamental) registró entre enero y agosto de 1986. Solo en esos meses fueron remitidas 434 personas, por motivos políticos, al centro penitenciario La Esperanza, ubicado en San Luis Mariona, municipio de Ayutuxtepeque, San Salvador. Entre 1983 y 1986, la cifra de detenidos políticos fue de 2,165. A estas personas les fueron aplicadas más de 40 tipos de torturas físicas y psicológicas: golpes en todo el cuerpo, heridas, amenazas, inmersión en agua, estrangulamiento, choques eléctricos, quemaduras, vendajes, negación de alimentos, inyección de drogas, aislamientos, encierros sin luz, entre muchas otras.
La gran mayoría de los capturados se identificaban como jornaleros u obreros. Muchos de ellos se convirtieron en una cifra: su delito era ser sospechoso o no tener trabajo, lo cual constituía motivo suficiente para ser detenido. Eran capturas ejecutadas para evidenciar la efectividad de las medidas contrainsurgentes. No había investigaciones de fondo y los detenidos tenían que firmar las declaraciones previa tortura. Jueces, abogados y personal médico también eran parte del engranaje que facilitaba estas prácticas. La violencia punitiva del Estado se dirigía contra los cuerpos y las mentes de los capturados. El objetivo era acentuar el autoritarismo militar.
En El Salvador se continúa torturando. En agosto de 2022, el Observatorio Universitario de Derechos Humanos de la UCA (OUDH) reveló que se habían registrado casos de torturas, tratos crueles, inhumanos o degradantes durante los primeros 100 días del régimen de excepción. Cuatro meses después, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas emitió unas observaciones en las que “expresa su profunda preocupación por las graves consecuencias en materia de derechos humanos” cometidas desde el principio del régimen. Con base en lo anterior, Naciones Unidas le indicó al Estado salvadoreño que debe “velar por que se investiguen de manera pronta e imparcial todas las denuncias de tortura, malos tratos y uso excesivo de la fuerza, así como las relativas a posibles ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas”. La ONU le recordó al Estado salvadoreño que debe “promulgar una ley integral de justicia transicional en línea con las normas internacionales de derechos humanos”, así como otras medidas que van encaminadas a la búsqueda de justicia y a la reparación integral de todas las víctimas.
Las torturas socavan la salud mental de las personas que las sufren y de la sociedad entera. Ese impacto deviene en traumas psicosociales que se manifestarán también en las futuras generaciones. El gran deterioro en el que ya se encontraba la convivencia social en El Salvador se agrava con las reiteradas violaciones a la Constitución y a los tratados —que se convierten en leyes— que protegen los derechos humanos de todas las personas. Pedir que los Estados protejan los derechos humanos y pronunciarse contra todas las formas de tortura no supone una defensa a los grupos criminales. Cuando los Estados torturan se convierten, además, en un ejemplo a seguir por estos grupos que luego operan con impunidad. Y es así como se continúa fomentando la cultura de la violencia.
Los Estados están obligados a crear espacios seguros y libres de todo tipo de violencia, lo cual no equivale a pasar por encima de las normas más básicas que protegen la igual dignidad de las personas. Confundir de manera intencionada lo anterior le hace daño a las sociedades que han transitado de un conflicto a otro, como ha ocurrido en El Salvador.
El Estado salvadoreño ha violado de manera sistemática los derechos humanos, desde las administraciones militares hasta las civiles. Ahora se sigue haciendo más de lo que han hecho los mismos de siempre, aunque en la propaganda se sostenga lo contrario. La Corte Interamericana de Derechos Humanos lo dijo bien claro en diciembre de 2021 cuando condenó al Estado por el reconocido “Caso Manuela”. El Salvador ha sido el primer Estado en el ámbito interamericano que ha recibido una condena histórica por criminalizar a una mujer por una emergencia obstétrica. La Corte sentenció a El Salvador por violar los derechos más básicos y por torturar a una mujer pobre, que fue procesada y condenada por un delito que nunca cometió, y que falleció esposada en la cama de un hospital.
Los casos como los de José y de Manuela son una grieta en la historia reciente de El Salvador, pero también son voces que junto a las de otras víctimas de torturas, conocidas o anónimas, continuarán denunciando las violaciones a los derechos humanos y seguirán resucitando cada vez que la fuerza de la historia lo demande.
* Óscar Meléndez Ramírez, investigador y jefe de Acervos Históricos de la Biblioteca “P. Florentino Idoate, S.J.”.